lunes, 16 de abril de 2012

Má vlast


De siempre he sentido una fascinación especial por todos aquellos sentimientos y movimientos creativos alrededor del concepto de patria. Aquellos intelectuales que a finales del siglo diecinueve y principios del veinte tanto le dieron vueltas al asunto nos legaron obras muy sentidas y en algunos casos indispensables en su género.
Concretamente Smetana con sus poemas sinfónicos bajo el título “Mi Patria” y sobre todo el archiconocido “El Moldava” nos dejó una música irrepetible. Tanto me gustaba y me gusta, que en mi primera visita a Praga lo primero que hice fue sentarme en una pequeña terraza que existe en una casa, que colgada sobre el río ofrece una vista privilegiada del Puente de Carlos, quizá la vista más famosa del río y desde luego bellísima. Allí, con una inevitable cerveza checa me puse en la cabeza a sonar la música de Smetana y por un rato traté de entender el sentimiento del autor frente al río que le inspiró tan patriótica partitura. Nada, fue inútil una vez más.
La música me encanta, la vista era bucólica, incluso la cerveza estaba muy buena, pero está claro que mi interés en todo lo que se refiere a las patrias es una especie de prueba de superación de un trauma que no se me va a pasar.
Y es que uno no ha creído nunca en la patria, ni en la propia ni en la de los demás. Una cosa es que pueda apoyar hasta el último momento a un pueblo a conseguir su deseo de ser nación. No es que crea en la autodeterminación si no que creo que si un pueblo puede elegir democráticamente el modelo de farolas que pone en sus calles ¿por qué no ha de poder elegir su adscripción territorial?
Pero no es para mi. Me parece bien que cada uno pueda adorar el ídolo que le parezca oportuno, pero más allá de las conveniencias económicas coyunturales, de los momentos políticos concretos, las patrias a mi no me dicen nada. No creo que el azar de nacer en un lugar o en otro pueda determinar el sentimiento hacia un país, y mucho menos que le confiera ventajas objetivas sobre los demás.
Muchas veces me he cuestionado la cosa, y es que siempre he tenido cerca gente que ha hecho apología de su patria (distintas patrias, entiéndase). Y llego siempre a la conclusión de que no tengo capacidad de sentir patriotismo. Como otros no lloran o son incapaces de decir que quieren. Yo no puedo. Para colmo la que me toca no me gusta.
Y la revisión nuevamente de lo patriótico me viene por el post del buen Servio, que a partir de un inquietante cuadro de un hombre subido a una montaña sobre un mar de niebla, me recuerda que sí al menos he sentido siempre un territorio como mio, la montaña.
Y lo bello es que esa, mi patria, está en cada sitio que hay una montaña, no tiene fronteras, no tiene idiomas. Está en cada pico que subo, en cada valle que recorro. Y además sé que la comparto con otra mucha gente que ha hecho de la montaña su patria. Es un sentimiento muy de la gente de montaña no tener un gran apego a las banderas, quizá porque marcan fronteras, y eso en sí mismo es una limitación.
Supongo que si yo hubiese tenido alguna gracia creativa la hubiese hecho valer para explicar el sentimiento del sol abrasador al caminar sobre la nieve, del frío intenso en la noche helada en una pared, de la lluvia azotando el rostro en mitad de una escalada o también de la tormenta en el valle vista desde un pico a través de un mar de nubes, mientras se obtiene la recompensa del sol a cambio del esfuerzo de la ascensión.
En definitiva la fuerza de la naturaleza ante la debilidad del hombre, pero que a la vez nos hace sentir poderosos. Como si estuviésemos desafiando a los dioses con nuestra presencia, como si fuésemos inmortales. Con el corazón repiqueteando por el esfuerzo y la cabeza emborrachada por la euforia del objetivo conseguido.
Tiene mi patria además otras ventajas y es que no compite con otras patrias. No es mejor que ninguna y nadie puede atraparla dentro de unas fronteras. Es libre y no tiene gobierno. Todos sus ciudadanos podemos dejar de serlo y volver otra vez.Y no cobra impuestos.


Nota: "Adorna" el texto una foto de mi hija y yo mismo cuando aún cantaba arias de Verdi, en la parte de mi patria que cae en los Alpes.

viernes, 6 de abril de 2012

Con las narices hinchadas.

Me hierve la sangre. Mira que me lo he intentado tomar con calma, pero no puede ser.
De siempre me he declarado católico, hasta ahora, pero me lo estoy pensando. Mi amigo Pedro dice que soy casi más calvinista que luterano a estas alturas, aunque creo que si la cosa sigue así se va a quedar corto.
Cada vez que llega la dichosa Semana Santa nos pasan por la nariz los diferentes atentados contra la salud y el buen gusto que recorren como una epidemia nuestra (nunca mejor dicho) piel de toro.

Desde los “empalaos”, los “picaos”, los que pasean sus otrora siempre calzados pies por el asfalto, los de las cadenas en los tobillos, los que se desuellan las rodillas, los que se flagelan de mil formas distintas, hasta los militares de un estado laico metidos a músico de procesión o a custodio de paso, pasando por las señoras de peineta anual renovable, me tienen contento con el mal gusto que destila la cuestión.

Y no me vale lo de la expresión cultural, lo de la tradición y lo del reclamo turístico. Como digo soy católico, y como tal no me explico el culto a lo tenebroso, la apología de la muerte por sí misma, el aprovechar la cuestión para turismo ni todo el circo que nos montan.

Mientras la Iglesia oficial nos habla de recogimiento y nos llama a la austeridad toda nuestra Andalucía se coge una cogorza en la “madrugá” entre raciones de jamón que darían envidia al peor de los borrachos. No anda lejos la austera Castilla, con sus procesiones silenciosas y de estética oscurantista, rodeadas eso sí de un montón de bares abiertos.

Y mientras ese Jesús que muere por nosotros para darnos un mensaje de esperanza y de vida (lo que parece olvidar esa Iglesia que continuamente acusa y condena), ese Jesús que muere para resucitar el domingo, es ignorado por todos ellos. Aquí cada uno tiene “su” Cristo y “su” Virgen, despreciando al del resto. Adoran a la talla y obvian lo que representa. Por eso uno se va haciendo cada vez más luterano, casi calvinista, casi ateo. Porque con la que está cayendo a veces me pregunto con verdadera angustia dónde está el Dios que permite determinadas cosas, y mirando a “su pueblo” entiendo que debe andar de incógnito en una tabernita cualquiera poniéndose tibio de manzanilla y gritando “Macarena … Guapa”, porque si de verdad es el Consejero Delegado o el Gerente de nuestro mundito, de verdad que la está cagando y es mejor que beba para olvidar. Y que se jubile. Y que haga un ERE, que tiene un consejo de administración para echarlo a la calle y unos socios que tienen intereses fuera de la empresa.