lunes, 3 de febrero de 2014

Las recapitulaciones del Café Griensteidl.



Es muy duro andar tdo el día esquivando la opinión de los demás. Es muy cansino tener que ponerse uno mismo cada día delante del espejo a dar explicaciones al de enfrente por cosas que no son de uno, por traumas y desavenencias del resto.

Si te defines de cualquier forma, si expresas tus gustos, si manifiestas una preferencia, es motivo para que el resto de la humanidad que no comparte tu sentir se arroje contra ti porque eres esto o aquello. Si se te ocurre la feliz idea de decir abiertamente delante de un grupo de gente cualquiera que eres cristiano, te recordarán que hay curas pederastas. Si te declaras anarquista te afearán la violencia ejercida por los grupos anti sistema. Si te gusta el euskera serás un filoetarra. Si estudias alemán te hablarán de Hitler. Si escuchas rap te identificarán con las bandas marginales.

Y así para cada cosita que hagas en esta vida y que se salga del fútbol y del resto de lugares comunes que son aceptados por la mayoría como “normales”.

Y como yo soy anormal puro, de hecho me siento cristiano, anarquista, amo el euskera, me gustaría saber correctamente alemán y no escucho rap, pero aún peor soy un incansable wagneriano.

Y todo eso no por dar por saco a nadie, si no precisamente por todo lo contrario. Me siento cristiano porque es la cultura en la que he crecido y porque aunque parezca imposible se puede llegar a serlo a través del racionalismo. Es largo de explicar, pero es posible. Soy anarquista no porque me guste la pólvora, si no porque creo en el hombre. Creo que todos somos lo suficientemente buenos como para no necesitar un fulano que nos pastoree. Amo el euskera porque las gentes que lo hablan me han dado tanto que no seré nunca capaz de devolverles ni la mitad aunque viva doscientos años y lo único que se me ocurrió en su día es que ellos no tengan que usar una lengua que no es la suya para dirigirse a mi. Y en lo referente a Wagner, es la esencia de mi cultura musical. A base de escuchar música en mi juventud fui decantando mis preferencias hasta llegar al compositor alemán. Nunca me dejé influir porque fuese el preferido de un maldito nazi, al que por cierto también gustaban Beethoven y otros que no cargaron con la fama.

Mis gustos y mis sentimientos se han ido conformando al margen de modas y de mitos populares. Sé que no son los de la mayoría, faltaría más, pero tampoco los he rebuscado entre lo que nadie quería, simplemente soy así.

Y mis amigos me aceptan como soy, quizá porque ellos también son diferentes a la mayoría. Pero el resto es terreno hostil.

Lo que peor llevo es lo de las cuestiones musicales. La música es puro sentimiento tanto para el que la compone, el que la interpreta y el que la escucha. Y no se puede ir contra los sentimientos. Yo cuando escucho El Holandés Errante no estoy viendo campos de exterminio, cuando escucho Tanhäuser no veo desfiles triunfales. Cuando escucho a Wagner, en general estoy a otras cosas. Y mi caso es insignificante. Lo grave es que Daniel Baremboin sea considerado un héroe por interpretar obras de Wagner en Israel.

Después de mucho tiempo de abandono de la escucha de esas obras, he vuelto a ellas. Me pasa siempre con la música, voy dando vueltas, voy escuchando cosas nuevas y de repente un día, necesito volver a las raíces, necesito volver a lo que creo que soy yo mismo. Es una forma de contrastar si realmente lo nuevo me gusta, supongo, una especie de patrón de medida. Y después de andar unos días inmerso en mi mundo centroeuropeo he necesitado volver a beber de las fuentes que fueron en mi juventud el remedio para la sed de música y de cultura.

Gracias a Dios esos gustos y pensamientos no me han limitado si no que muy al contrario me han hecho libre y me han ayudado a comprender el resto de ideologías y de expresiones artísticas. No hubiese comprendido a Klimt sin Wagner, no podría gustarme la música contemporánea en toda su diversidad sin haber escuchado previamente a los clásicos.

Y todas estas cosas me venían a la cabeza mientras tomaba un café en el silencioso Café Griensteidl de Viena, donde no existe hilo musical más allá del sonido de las cucharillas de las tazas y que fue el lugar preferido de reunión del rojerío de la ciudad. Una ciudad que de tanto en tanto me da la vida.