viernes, 13 de febrero de 2015

Carta abierta a Stefan Zweig.




Estimado señor Zweig:

Me dirijo a usted con la convicción de que no va leer estas letras, en parte porque no tengo sus señas y en parte porque está usted muerto. Y está usted muerto porque la idea de una Europa dominada por el horror nazi fue insoportable para su sensibilidad.

Y según parece a mucha gente, usted se equivocó. Podría creerse que usted se precipitó y que la humanidad frenó a tiempo a aquella bestia para dar paso a un mundo libre y a una Europa que olvidaría sus  guerras en favor de una especie de confederación de estados que nos haría mejores. 

Yo hasta bien entrados los años noventa también trague el anzuelo y creí que el ingreso de España traería de la mano la prosperidad y el progreso. Nunca estuve más errado. 

Por aquellos años  yo todavía no había leído sus escritos y me era ajena su visión del tablero de juego. Usted lo dijo muy claro. No se trataba de unos acuerdos económicos, no se trataba de defender una unidad monetaria, no se trataba de unificar en general si no de aglutinar diferencias.

Un buen amigo me ha hecho reflexionar sobre el particular estos días a cuenta, precisamente , de la recomendación de uno de sus libros. Y creo que la esencia del problema anda por ahí Usted nos habló de una Europa diversa, tanto en sus costumbres como en sus lenguas, en sus tradiciones, en todo. Sobre todo, usted fue, como tantos de su tiempo, un valedor del los talentos que tuvo a su alrededor. Frecuentó a pintores, músicos, arquitectos, escritores, científicos y a todos aquellos que conformaban la Europa de verdad, la del conocimiento.

Y eso es lo que uno realmente desearía. Que hubiese una Europa en la que lo importante fuese la libre circulación de ideas, en la que se sumasen los esfuerzos para la generación de cultura y en el que sus habitantes, ávidos de saber tuviesen las herramientas políticas, logísticas y económicas necesarias para saciar la sed de conocimiento que la gente como usted nos transmitió. Una Europa preocupada y ocupada por los europeos.

Por contra nos hemos encontrado a una Europa que sirve a unos oscuros intereses económicos cuyos destinatarios quedan ocultos en la maraña financiera, que deja fuera a los pequeños en favor de los grandes, que se aleja de todo aquello que nos importa de verdad.

Vivimos tiempos convulsos, tiempos en los que a los estados no les tiembla el pulso a la hora de deshauciar a una familia, en los que la gente no puede pagar la factura de la luz y no puede calentar su hogar, tiempos en que incluso asistimos impávidos al espectáculo de que los niños no tengan qué comer cuando salen de las escuelas porque sus familias no son capaces de alimentarles.

Y usted, señor Zweig, a lo mejor estuvo equivocado en el tiempo, o en la apariencia del enemigo, pero en definitiva la cosa ha acabado mal. Se trata como siempre de una guerra de poder y de dinero. 

Como yo soy de naturaleza cobarde y la ciencia se empeña e contradecir a mi salud, tengo que seguir transitando por este panorama y para ello me he hecho fuerte en una república imaginaria en la que me rodeo, como usted hizo, del talento de mis amigos a falta del mío, y comparto con ellos a grandes como usted, a los grandes creadores del pensamiento que la historia nos ha dejado y que nos permiten ir pasando los días con su arte. Allí escucho música, leo, miro y disfruto. No me queda otra opción, la realidad es tan insoportable que uno comprende que alguien como usted no pudiese más.

Y para que vea que la cosa verdaderamente está fea, ahí le he dejado una foto de un cartel anunciador de un evento de ocio. Le juro que andaba yo pensativo por la calle dándole vueltas a esta carta cuando me topé con el asunto. Supongo que para alguien acostumbrado a tratar con Rilke, Klimt o Strauss, el trago es mayúsculo, pero son los tiempos que a mí me toca vivir y quería mostrárselos.

En fin, que tenia usted razón, venían a por nosotros y se han quedado a vivir.