lunes, 1 de junio de 2015

Un lugar en el mundo.



Habíamos desechado la opción de seguir en gimnasia rítmica porque el cuerpo de mi hija no se adaptaba a los requisitos de esa disciplina. Probamos entonces con el atletismo, que por culpa de unos monitores poco convincentes o vaya usted a saber si debido a un sistema que no hace el deporte atractivo para los niños, el caso es que la cosa tampoco cuajó.

Fue entonces cuando rebuscando entre los deportes que se pueden practicar en Rivas, se me ocurrió probar con el béisbol. Yo lo había practicado en su modalidad de juego callejero al estilo más arrabalero, gracias a que algunos de los chicos mayores del barrio lo conocían del barrio de La Elipa, dónde jugaban Los Piratas, de tan grato recuerdo para mí. Y a pesar de mi natural oposición a todo lo yankee, aquel deporte me anidó muy dentro y siempre anduve buscando las escasas oportunidades de ver algún partido de la Major League, o alguna película de temática besibolera.

Para redondear la pirueta del destino, el deporte que se ofertaba a los niños en mi pueblo no era el béisbol, si no el sófbol, una variante que yo no conocía, pero que nos pareció bien para empezar. Al fin y al cabo no teníamos otra opción.

Y la cosa agarró, y agarró fuerte. El club que se hacía cargo de las escuelas municipales, que daba clases en el polideportivo y en varios colegios, era además una referencia en este deporte en España y pronto pudimos comprobar que prestaba una atención muy especial a la formación de los chavales, no solo en lo deportivo si no en lo personal. Estaban siempre presentes los valores del equipo, del esfuerzo, del compromiso, etc.

Y como el que no quiere la cosa, nos fuimos haciendo dependientes de la cuestión. Tanto hija, como padres. Porque también el ambiente entre los padres de los jugadores era magnífico.

Así fueron transcurriendo algunas temporadas hasta que se creó el equipo infantil del club, en el que se concentró a los chavales que quisieron comprometerse a un entrenamiento más intensivo con vistas al campeonato de España de esa temporada. Y lo ganaron. Con mucho esfuerzo de los chavales y del Club, pero lo ganaron.

Un año después la crisis golpeaba fuerte y no pudo hacerse otro campeonato infantil porque los clubes no tenían dinero para organizarlo. Así es como nos trata esta sociedad que sólo echa dinero en el fútbol o el baloncesto. Si se trata de un deporte minoritario, no olímpico y para colmo mayoritariamente femenino, estás perdido.

Tras un año de transición, mi hija llegaba esta temporada al equipo cadete. Un equipo en el que ya las cosas no eran tanto un juego como un deporte en el que ya están presentes las exigencias de la competición a otro nivel. Los entrenamientos son duros y hay que pelear por los resultados.

El objetivo volvía a estar en el campeonato de España, que esta vez se celebraba además en casa. Y la presión era grande para unas chavalas que van de los trece a los dieciséis años. Pero como no hay nada imposible cuando se trabaja duro, ayer se hacían con el campeonato con una actuación en cada uno de los partidos impecable. Por supuesto que hay algunos fallos, por supuesto que se puede mejorar, pero hicieron unos grandísimos partidos en los que hicieron gala de todo aquello que sus entrenadoras tanto les han insistido. Tanto en lo puramente técnico, como en la actitud ante la competición.

Además el Club presentó un segundo equipo que a pesar de llevar nada más que seis meses trabajando, estuvo más que a la altura del campeonato, con una actuación brillante.

Y al terminar el último partido, los padres, directivos, técnicos y seguidores del Club, nos reunimos para hacer una especie de catarsis colectiva porque en este tipo de deportes, las alegrías son escasas y los sinsabores muchos. Pero momentos como este compensan. Porque cuando el éxito es trabajado, muy trabajado, hecho de la conjunción de muchos aportes individuales sabe mejor. Sabe a equipo.

Y diré algo que no pude decir ayer ante todos los que celebrábamos la victoria, en parte porque físicamente me cuesta hablar en público, en parte porque soy muy vergonzoso. Después de mucho buscar, de dar muchas patadas y de anhelar vivir otras vidas y de querer habitar en otros lugares, creo haber encontrado mi lugar en el mundo. Como en esa maravillosa película de Adolfo Aristirain, con ese imponente Pepe Sacristan y ese genial Federico Luppi. Un Lugar en el Mundo. Porque nos han acogido sin reservas, porque todos estamos pendientes de todos y porque el objetivo final sobre todo son los chavales, pero también las familias.

Y al final siempre se trata de eso, de encontrar nuestro lugar en el mundo, aunque después de dar muchas vueltas, resulte se que encuentra justo al lado de casa.