viernes, 22 de agosto de 2014

La cuerda.




Es recurrente para los escaladores el tema de la importancia de la cuerda.

En su elección pesan muchos factores y más cuanto más moderno resulta el material, porque inciden diferentes parámetros. La longitud, el diámetro, el peso, la forma de uso. La decisión es muy personal, pero siempre ha de tomarse pensando como primer principio en aquello para lo que está diseñada. La seguridad.

De nada nos sirve el uso inadecuado de una cuerda cuando no está facilitándonos la seguridad adecuada al momento. Sirve para detener nuestra caída, no para decorar. En muchos casos he conocido accidentes fatales debido al mal uso, o a una elección inadecuada.

Se pueden usar en simple, doble o como gemelas, siempre siguiendo las instrucciones del fabricante y tratando de adaptar su uso a las recomendaciones de su construcción. Así, no vale lo mismo una cuerda para rocódromo que otra para usar en hielo, ni es lo mismo el uso de una para escalada deportiva u otra para “randonee”. Cada una tiene sus particularidades y hay que informarse bien antes de su compra, ya que resulta necio cargar con un peso que luego no nos va a servir para lo que deseamos hacer. Aún más necio resultará ver cómo se rompe cuando nos tiene que sostener.

Actualmente disponemos de una oferta grandísima a la que se ha unido también la certificación de la UIAA para la impermeabilidad. Las viejas cuerdas absorbían un porcentaje de agua muchísimo mayor que las actuales, pero además ahora hay camisas casi hidrófugas que para nieve y hielo dan unas prestaciones otrora impensables. Además el alma cada vez es más ligera y ello permite acarrear con el mismo peso cuerdas más largas.

No obstante la elección ha de centrarse en la actividad que desarrollamos, y nunca pensar que la cuerda es tan polivalente como para “servir para todo”. Ello puede ir en detrimento no sólo de nuestra seguridad, si no también de la propia cuerda, que al ser utilizada en un entorno para el que no está diseñada, se deteriorará con mayor facilidad.

La cuerda nos ata a la vida. No es exagerar. Es el único elemento que a la hora de una caída nos garantiza con su adecuado uso no caer al vacío, o reventarnos contra la roca o el hielo. Por ello siempre he tenido especial cuidado y cariño con esa pieza del equipo.

Las he tenido de diferentes marcas, Mammut, Roca, Beal, Edelweiss, siempre orientadas al uso que preferentemente iba a hacer. Sin escatimar en el precio ni en ocasiones en el peso, ya que el argumento a la hora de la seguridad no puede ser ese.

Tras mi experiencia la cuerda que ahora me une con la vida es la de la foto. No es barata ni ligera, pero es la más adecuada a mi momento. Me une a la vida y me da seguridad.

jueves, 7 de agosto de 2014

Volver.




Mira que soy raro.

Cuando vuelvo a un sitio que he visitado previamente, no sólo busco las referencias del paisaje físico, tanto natural como urbano. Me gusta encontrar las rocas en su sitio, que no hayan desaparecido las tiendas que conocí, que las calles mantengan el mismo sentido de circulación, me molestan en general los cambios. Pero sobre todo necesito que el paisaje humano continúe estando igual. No sé si os pasará a los demás, pero yo me fijo mucho en los personajes habituales y hasta me atrevo con el tiempo a cruzar con ellos un buenas tardes. Aunque nunca llegue a saber sus nombres. Incluso en otros casos, como me pasa con el maitre de La Albahaca, con el que cada vez que visito ese paraíso gastronómico en medio del Barrio de Santa Cruz, tenemos largas conversaciones. Nos apreciamos en la distancia. Sin compromisos, sin artificios. Es una especie de amistad relevada de toda pompa.

Y le necesito. No puedo ir a Sevilla y no pasar por allí a charlar un rato. Es como no haber ido.

También en Conil busco al viejo pescador, que cada vez más enjuto se sienta en un banco del paseo a jalear a las extranjeras (alguna nacional se cuela a su ojo experto) y a mirar al mar. Con él no he llegado después de cuatro años a más que un saludo de meneo de cabeza, pero si voy allí y no le veo, me falta algo.

Puede que se trate de una forma de salvar mi desarraigo de cualquier lugar, una manera de rellenar un afecto que no tengo en casi ningún sitio, pero como con ello no hago daño a nadie no he valorado psicoanalizarme.

Y estos días de sur les he vuelto a ver a los dos. A mi amigo de La Albahaca, con el que estuvimos un buen rato charlando de lo divinamente bien que van las cosas y lo estupenda que se presenta la recuperación económica. De lo hasta arriba que se ponen los restaurantes estos días y de los siete años de auge económico que estamos viviendo (léase en tono irónico).

Con el pescador, no he cruzado palabra. Pero le he visto más cascado. Cada vez está más en el bar y menos en el paseo y le veo moverse con mayor dificultad. No obstante no nos falta el saludo y la sonrisa cuando nos cruzamos.

Y así por cada sitio que paso, siempre buscando la referencia personal, siempre queriendo mantener a mi alrededor un entorno estable. Y cada vez lo tengo más difícil. Los negocios cierran, los personajes desaparecen y las calles cambian de sentido a criterio de incompetentes munícipes que sólo sirven a intereses bastardos. Pero eso no me hace desanimarme. Supero mi tristeza y busco una nueva referencia, porque siempre están ahí. Siempre estamos ahí, porque quizá yo sea también una baliza para algún desconocido. Quien sabe si no me andan buscando por algún sitio. Y a mí no me da la gana desaparecer. Pienso seguir prestando mis servicios como elemento del paisanaje.

Para mí son personas sin nombre, pero no por ello menos importantes que muchos aquellos de los que conozco muchos detalles y que sin embargo no me aportan la tranquilidad que mis anónimos me dan. Ya digo, soy muy raro.