martes, 28 de julio de 2015

Matar a un ruiseñor (y el balance de verano).

Estos días ha aparecido la noticia de que Harper Lee se ha descolgado a edad provecta con una secuela de su novela que fue también un gran éxito cinematográfico. Resulta además que he visto la película hace poco en una de esas noches de canícula, ambiente que favorecía de gran manera la cuestión.

Para mí es muy grato el recuerdo de ese abogado entregado a la defensa de un pobre, además de negro, que se enfrenta a un pueblo entero en la busca de la verdad y la justicia. Todo un canto a los derechos que tanto se han conculcado en nuestro querido mundo. Y siempre había tenido como referente esa extraña película a la hora, precisamente, de explicar con imágenes lo que a veces con un discurso pesado no somos capaces de articular.

En el desarrollo de la película se toma esa bonita imagen literaria de matar un ruiseñor, aplicándola a un personaje que mata para defender a alguien más débil, que mata por pura inocencia. Sin embargo para mí el auténtico ruiseñor es Atticus Finch, que representa la ley, la verdad, la bondad y un largo etcétera de cosas bonitas.

Pues bien, a la mierda con todo. Resulta que a la vejez viruelas. La autora de la novela nos obsequia ahora con que Atticus se vuelve en la nueva novela racista, gruñón y mala gente, todo ello según su propia hija (Scout) que ahora nos da una nueva versión de su padre, basada en su nueva perspectiva vital y cronológica.

Y digo yo, si nos hacía falta esta revisión de la historia. A lo mejor la señora Lee podía haber escrito una novela nueva sobre nuevos personajes, pero ha preferido matar al ruiseñor.

Yo por mi parte he decidido parar el reloj en 1962, cuando se estrenó la película y congelar el relato tal y como lo conocí hasta ahora. No me van a amargar el personaje sin necesidad. Confieso no haber leído la novela original, mi visión es la de la película, con lo que con la misma facilidad puedo no leer la nueva.

La vida nos ofrece demasiados tragos amargos y demasiados momentos en los que los malos ganan a los buenos. Demasiado crimen sin castigo y demasiado castigo sin necesidad. No es necesario que nos vayamos quedando sin lo bueno del mundo.

Y en esas que me llega la hora del balance estival, porque yo no hago balance a final de año sino en verano. Supongo que haber tratado con tantas empresas de tecnología, que tienen el mismo calendario, deja sus marcas. Y en mi balance resulta que me he olvidado (intencionadamente) de todo lo negro, de todo lo negativo. Sólo podréis encontrar gratitud, cariño, sonrisas, buenos momentos. Porque estoy rodeado de buena gente. Porque mis amigos y mi familia tiran de mí cada día, porque al menor atisbo de flaqueza ahí están ellos con una llamada, una sonrisa, un abrazo, un beso o una palmada en el hombro. Porque no hay nadie más feliz en el mundo y porque me hacen sentir vivo.

Les debo a todos ellos las sonrisas viendo amanecer, el aire entrando en mis pulmones, la caricia del sol, la lluvia en primavera. Cada uno de mis momentos felices está empujado por ellos.

Y sería ingrato por tanto poner una sola mancha en la lista. Porque la vida me da mucho cada día. Porque si en algún momento se presentan dificultades ahí están ellos para allanar el camino. Y es cierto que a veces los problemas no se pueden resolver, pero cuando te rodean de amor te concentras  en los que te quieren, no en lo que oprime.

A algunos les veo con frecuencia, a otros la distancia o las circunstancias me los roban demasiado, pero el caso es que están ahí. Y cada uno de ellos es importante para mí. Porque la vida nos lleva por donde le da la gana y los amigos que hemos hecho recientemente no son más ni menos necesarios que los que tenemos de hace mucho. En cada uno de mis recuerdos hay algo de alguien que estaba al lado. Y siempre son buenos recuerdos, porque si los hubo malos los he olvidado.

Por eso mi balance de este año se cierra con un saldo a favor impresionante. Como siempre. Como espero que sea el próximo. Porque a partir de mañana mismo empezaré a sumar momentos felices a una nueva lista que sin duda me regalará esa gente que tanto me quiere. 


De modo que a mí no me va a matar nadie a mis ruiseñores.  


lunes, 1 de junio de 2015

Un lugar en el mundo.



Habíamos desechado la opción de seguir en gimnasia rítmica porque el cuerpo de mi hija no se adaptaba a los requisitos de esa disciplina. Probamos entonces con el atletismo, que por culpa de unos monitores poco convincentes o vaya usted a saber si debido a un sistema que no hace el deporte atractivo para los niños, el caso es que la cosa tampoco cuajó.

Fue entonces cuando rebuscando entre los deportes que se pueden practicar en Rivas, se me ocurrió probar con el béisbol. Yo lo había practicado en su modalidad de juego callejero al estilo más arrabalero, gracias a que algunos de los chicos mayores del barrio lo conocían del barrio de La Elipa, dónde jugaban Los Piratas, de tan grato recuerdo para mí. Y a pesar de mi natural oposición a todo lo yankee, aquel deporte me anidó muy dentro y siempre anduve buscando las escasas oportunidades de ver algún partido de la Major League, o alguna película de temática besibolera.

Para redondear la pirueta del destino, el deporte que se ofertaba a los niños en mi pueblo no era el béisbol, si no el sófbol, una variante que yo no conocía, pero que nos pareció bien para empezar. Al fin y al cabo no teníamos otra opción.

Y la cosa agarró, y agarró fuerte. El club que se hacía cargo de las escuelas municipales, que daba clases en el polideportivo y en varios colegios, era además una referencia en este deporte en España y pronto pudimos comprobar que prestaba una atención muy especial a la formación de los chavales, no solo en lo deportivo si no en lo personal. Estaban siempre presentes los valores del equipo, del esfuerzo, del compromiso, etc.

Y como el que no quiere la cosa, nos fuimos haciendo dependientes de la cuestión. Tanto hija, como padres. Porque también el ambiente entre los padres de los jugadores era magnífico.

Así fueron transcurriendo algunas temporadas hasta que se creó el equipo infantil del club, en el que se concentró a los chavales que quisieron comprometerse a un entrenamiento más intensivo con vistas al campeonato de España de esa temporada. Y lo ganaron. Con mucho esfuerzo de los chavales y del Club, pero lo ganaron.

Un año después la crisis golpeaba fuerte y no pudo hacerse otro campeonato infantil porque los clubes no tenían dinero para organizarlo. Así es como nos trata esta sociedad que sólo echa dinero en el fútbol o el baloncesto. Si se trata de un deporte minoritario, no olímpico y para colmo mayoritariamente femenino, estás perdido.

Tras un año de transición, mi hija llegaba esta temporada al equipo cadete. Un equipo en el que ya las cosas no eran tanto un juego como un deporte en el que ya están presentes las exigencias de la competición a otro nivel. Los entrenamientos son duros y hay que pelear por los resultados.

El objetivo volvía a estar en el campeonato de España, que esta vez se celebraba además en casa. Y la presión era grande para unas chavalas que van de los trece a los dieciséis años. Pero como no hay nada imposible cuando se trabaja duro, ayer se hacían con el campeonato con una actuación en cada uno de los partidos impecable. Por supuesto que hay algunos fallos, por supuesto que se puede mejorar, pero hicieron unos grandísimos partidos en los que hicieron gala de todo aquello que sus entrenadoras tanto les han insistido. Tanto en lo puramente técnico, como en la actitud ante la competición.

Además el Club presentó un segundo equipo que a pesar de llevar nada más que seis meses trabajando, estuvo más que a la altura del campeonato, con una actuación brillante.

Y al terminar el último partido, los padres, directivos, técnicos y seguidores del Club, nos reunimos para hacer una especie de catarsis colectiva porque en este tipo de deportes, las alegrías son escasas y los sinsabores muchos. Pero momentos como este compensan. Porque cuando el éxito es trabajado, muy trabajado, hecho de la conjunción de muchos aportes individuales sabe mejor. Sabe a equipo.

Y diré algo que no pude decir ayer ante todos los que celebrábamos la victoria, en parte porque físicamente me cuesta hablar en público, en parte porque soy muy vergonzoso. Después de mucho buscar, de dar muchas patadas y de anhelar vivir otras vidas y de querer habitar en otros lugares, creo haber encontrado mi lugar en el mundo. Como en esa maravillosa película de Adolfo Aristirain, con ese imponente Pepe Sacristan y ese genial Federico Luppi. Un Lugar en el Mundo. Porque nos han acogido sin reservas, porque todos estamos pendientes de todos y porque el objetivo final sobre todo son los chavales, pero también las familias.

Y al final siempre se trata de eso, de encontrar nuestro lugar en el mundo, aunque después de dar muchas vueltas, resulte se que encuentra justo al lado de casa.


martes, 24 de marzo de 2015

Mi amigo.



Hoy vengo a hablar de un amigo, cosa muy seria.

Mi amigo probablemente no querrá que saque su foto, ni su nombre. Pero él sabe que me refiero a él. Su aspecto, para los que no le conocéis, es duro, principalmente porque su envergadura y su forma de vestir le confieren un punto de fiereza. Además su sonrisa aparece en la intimidad, lo que no le impide una exquisita exhibición de buena educación permanente.

Es culto y a la vez inteligente, virtudes que no siempre van de la mano. Y a pesar de la primera impresión que puede causar, es extremadamente sensible. El otro día estuvimos compartiendo cafés y cervezas y no pudo contener la emoción ante uno de tantos dramas humanos que le pasan por delante en el ejercicio de su profesión.

Su profesión está anclada en el barrizal de los recortes a lo social. Trabaja con los más desfavorecidos, con el último batallón de castigo de nuestra sociedad. Y me consta que es bueno, muy bueno. Y la prueba es que se emociona con lo que ve a pesar de los muchos años de ejercicio.

Además es un buen compañero. Pero no de esos majetes que pueblan las oficinas, que a la mínima te dejan en la estacada, si no de los que se baten el cobre por ti poniendo sus intereses a tu disposición si hace falta. Y lo ha probado varias veces. Coherente hasta la náusea, nos deja a los demás siempre por detrás en el cumplimiento de nuestros propios mandamientos. Ateo respetuoso y profundo, de los que no recurren a Dios si la cosa no va bien pero que no persigue a aquellos que desde otras  posturas buscan un bien común.

Comunista no militante, aunque si yo le tuviera que definir le calificaría de internacionalista, pero es muy difícil de definir porque es completamente poliédrico, es igual a  sí mismo. Su integridad política está en cualquier caso fuera de toda duda. Activo como si fuera un chaval de veinte años, pero sabio y lúcido como un anciano de esos al que gusta escuchar batallas.

Amante de la montaña como yo, no hemos coincidido nunca pero hemos pateado los mismos lugares muchas veces. Nuestro ámbito de actuación se restringe a Madrid, aunque en una ocasión nos dimos un interesante rulo juntos por Euskadi, una de nuestras patrias de adopción, aunque ya se que los comunistas y los anarquistas no tenemos más patria que la humanidad. Fue un viaje fantástico.

Hemos cantado (cuando aún yo podía hacerlo), a todo pulmón, incluso bien a veces, las canciones de los viejos luchadores por la libertad. Esa libertad que nos tiene tan preocupados.

Ha conocido de cerca la Cuba de cuando Cuba era Cuba, no la de los hoteles de playa, conoció el Berlín de cuando Berlín era Berlín y no el de la reunificación a base de marcos o de euros. Y ha sido voz crítica de todo lo que ha visto pasar por sus ojos para todo aquel que ha querido escucharle.

Su trabajo le lleva a tratar de mejorar en lo posible la vida de los demás. Y aunque a otro cualquiera le llevaría a la frustración, él se supera así mismo día a día. Le envidio profundamente por ello. 

Me ha acompañado en mis procesos de enfermedad con una lealtad y un cariño que han hecho las horas segundos y que me han reconfortado lo que nadie puede imaginar.

Todos los que le conocemos podemos suscribir estas pobres letras que no le abarcan ni por asomo, pero es que es inabarcable y además estoy seguro de que no le gustaría que le atrape ni nada ni nadie.

Y estoy muy orgulloso de él, porque él me hace mejor persona y más grande. Y porque es mi amigo. Te quiero, mucho, mucho amigo mío.

viernes, 13 de febrero de 2015

Carta abierta a Stefan Zweig.




Estimado señor Zweig:

Me dirijo a usted con la convicción de que no va leer estas letras, en parte porque no tengo sus señas y en parte porque está usted muerto. Y está usted muerto porque la idea de una Europa dominada por el horror nazi fue insoportable para su sensibilidad.

Y según parece a mucha gente, usted se equivocó. Podría creerse que usted se precipitó y que la humanidad frenó a tiempo a aquella bestia para dar paso a un mundo libre y a una Europa que olvidaría sus  guerras en favor de una especie de confederación de estados que nos haría mejores. 

Yo hasta bien entrados los años noventa también trague el anzuelo y creí que el ingreso de España traería de la mano la prosperidad y el progreso. Nunca estuve más errado. 

Por aquellos años  yo todavía no había leído sus escritos y me era ajena su visión del tablero de juego. Usted lo dijo muy claro. No se trataba de unos acuerdos económicos, no se trataba de defender una unidad monetaria, no se trataba de unificar en general si no de aglutinar diferencias.

Un buen amigo me ha hecho reflexionar sobre el particular estos días a cuenta, precisamente , de la recomendación de uno de sus libros. Y creo que la esencia del problema anda por ahí Usted nos habló de una Europa diversa, tanto en sus costumbres como en sus lenguas, en sus tradiciones, en todo. Sobre todo, usted fue, como tantos de su tiempo, un valedor del los talentos que tuvo a su alrededor. Frecuentó a pintores, músicos, arquitectos, escritores, científicos y a todos aquellos que conformaban la Europa de verdad, la del conocimiento.

Y eso es lo que uno realmente desearía. Que hubiese una Europa en la que lo importante fuese la libre circulación de ideas, en la que se sumasen los esfuerzos para la generación de cultura y en el que sus habitantes, ávidos de saber tuviesen las herramientas políticas, logísticas y económicas necesarias para saciar la sed de conocimiento que la gente como usted nos transmitió. Una Europa preocupada y ocupada por los europeos.

Por contra nos hemos encontrado a una Europa que sirve a unos oscuros intereses económicos cuyos destinatarios quedan ocultos en la maraña financiera, que deja fuera a los pequeños en favor de los grandes, que se aleja de todo aquello que nos importa de verdad.

Vivimos tiempos convulsos, tiempos en los que a los estados no les tiembla el pulso a la hora de deshauciar a una familia, en los que la gente no puede pagar la factura de la luz y no puede calentar su hogar, tiempos en que incluso asistimos impávidos al espectáculo de que los niños no tengan qué comer cuando salen de las escuelas porque sus familias no son capaces de alimentarles.

Y usted, señor Zweig, a lo mejor estuvo equivocado en el tiempo, o en la apariencia del enemigo, pero en definitiva la cosa ha acabado mal. Se trata como siempre de una guerra de poder y de dinero. 

Como yo soy de naturaleza cobarde y la ciencia se empeña e contradecir a mi salud, tengo que seguir transitando por este panorama y para ello me he hecho fuerte en una república imaginaria en la que me rodeo, como usted hizo, del talento de mis amigos a falta del mío, y comparto con ellos a grandes como usted, a los grandes creadores del pensamiento que la historia nos ha dejado y que nos permiten ir pasando los días con su arte. Allí escucho música, leo, miro y disfruto. No me queda otra opción, la realidad es tan insoportable que uno comprende que alguien como usted no pudiese más.

Y para que vea que la cosa verdaderamente está fea, ahí le he dejado una foto de un cartel anunciador de un evento de ocio. Le juro que andaba yo pensativo por la calle dándole vueltas a esta carta cuando me topé con el asunto. Supongo que para alguien acostumbrado a tratar con Rilke, Klimt o Strauss, el trago es mayúsculo, pero son los tiempos que a mí me toca vivir y quería mostrárselos.

En fin, que tenia usted razón, venían a por nosotros y se han quedado a vivir.