Se abren las puertas del metro y entran ellos dos. Él con la mirada altiva, casi agresiva, mira a su alrededor como quien busca pelea. Tiene un aspecto duro, de pocos amigos. Ella tiene un aspecto tremendamente frágil, aparentemente no ve y parece tener dificultades para moverse. Su vestimenta es excesivamente infantil para la edad que aparenta.
Se sientan. Él vuelve a mirar, pero esta vez buscando nuestros ojos. Los demás miramos hacia abajo. No hay preguntas.
Ella se mueve insegura, se sienta como si lo hiciese sobre un polvorín, no da la sensación de descansar.
Él la coloca la ropa, con un ademán que contrasta con su aparente fiereza. Sus ojos la miran a ella y su mirada se vuelve tierna de golpe. No son los mismos ojos que nos miraban a nosotros.
Ella busca con su mano la de él, hasta que se unen.
Durante todo el trayecto él la coloca continuamente la ropa, estirando de aquí, recogiendo de allá. También la coloca el pelo. Como yo hacía con mi hija cuando era muy pequeña, como hacía mi hija con sus muñecas. Hablan. Él la sonríe continuamente, aunque ella no le vea. Ella también sonríe, aunque su gesto sea difícil de comprender.
Se levantan. Él la sujeta y la hace asirse a la barra vertical, preocupado por su estabilidad. El metro no está diseñado para quienes tienen problemas motrices.
Él nos vuelve a mirar a todos. Su mirada vuelve a tornarse dura, inquisitiva.
Se abren las puertas, yo también me bajo.
Se van por otro camino. Él lleva una cesta de navidad en la mano, de esas que dan en las empresas y una bolsa llena de ropa. Ella lleva la mano de su padre.
Ambos tienen un aspecto muy humilde. Pienso en su Navidad. Probablemente tengan muchos motivos para sentirse mal, para sentirse maltratados por la suerte. Pero poca gente podrá disfrutar de tanto amor como ellos parecen compartir.
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