Un bar del centro de Madrid. Sábado por la tarde-noche. La barra está llena de gente y las mesas abarrotadas. Veo una de ellas rodeada por siete amigos que hablan animadamente.
Me encanta ver el juego de miradas entre ellos sin prestar atención a su conversación. Porque la conversación es lo de menos, lo verdaderamente esencial es el juego de complicidades y cómo la telaraña de las relaciones les interconecta a todos. Cada uno de ellos ha llegado al grupo a través de otro amigo y al final forman una única red. Una red sólida.
De repente el del bigote, el alto del pelo rapado y el que más sonríe cantan sin hacer mucho ruido para no molestar al resto y en los ojos del bajito de barbas se adivina la voluntad de cantar aunque parece que algo se lo impide. Se miran, se abrazan. Las tres chicas sonríen continuamente. Es la expresión sincera de la amistad. Gente que comparte momentos felices.
El alto del pelo rapado mira al bajito de la barba como queriendo hacer una fotografía que no se borre nunca, como si algo se lo fuera a arrebatar de repente. Mientras, el observado, que se ha dado cuenta, algo azorado disimula como para quitar importancia al momento, como queriendo escapar.
El que más sonríe, a su lado, comparte historias y aventuras. El resto le escucha divertido. Las chicas cuentan también sus cosas. La del pelo más largo y gafas cuenta poco y escucha mucho. La del pelo corto y las gafas sabe más de lo que cuenta y la morena cuenta historias propias que son un ejemplo.
Siguen las risas. Aparecen velas de cumpleaños. Más canciones. Más miradas que se cruzan. Otra botella de sidra y más tortilla. Más chistorra y bromas del del bigote. Ironía fina.
De repente el bajito de la barba se da cuenta de que le estoy mirando y me fulmina con una mirada desafiante, como diciendo que no es un moñas, que son sus amigos y hacen lo que les da la gana.
Bajo los ojos y me doy la vuelta. Sigo oyendo sus cantos y sus risas. Me dan envidia.
Tras un rato me voy a casa paseando. Le voy dando vueltas a la vida, a los años. A muchas experiencias, a mucha gente conocida.
Llego al fin. Es tarde. Ellos seguirán riendo y cantando. Me voy al baño y me miro en el espejo. Para mi sorpresa desde el otro lado del espejo me mira el bajito de las barbas. Y me doy cuenta de que soy una de las personas más felices de este mundo. Y agradezco cada día que pasa poder compartir esos ratos felices. Porque son mi razón de estar, porque son mi reflejo y porque son mi voz.
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