martes, 11 de marzo de 2014

Una noche en la ópera.

Mi visión de la ópera es la de un espectáculo total, quizá el más completo que existe. En ella intervienen diferentes disciplinas. Música, teatro, diseño, moda, incluso hasta arquitectura en la elaboración de algunos espacios escénicos. Un espectáculo que creo debe estar al alcance de todos y que es importante hacer llegar a los más jóvenes ya que es una excelente herramienta para desarrollar la sensibilidad.

Dicho esto, contaré que el viernes pasado daba una vuelta por el centro de Madrid mientras esperaba a que mi hija acabase su clase de música y me encontré que el Teatro Reina Victoria anunciaba el estreno para esa misma noche de Rigoletto. Algo absolutamente inusual ya que en mi ciudad aparte del Teatro Real y ocasionalmente el de la Zarzuela la ópera no se asoma así como así, salvo alguna que otra función de verano que se ha dado en el Conde Duque en versión de concierto. Como aquello me gusta mucho, miro interesado el cartel anunciador con el elenco del que no conozco a nadie, pero tratándose de una producción de esas características, es normal.

Animado por la idea de que nuestros jóvenes músicos cada vez están mejor formados y que en su día disfruté de las funciones que se realizaron en el Teatro Calderón bajo el mecenazgo de José Luis Moreno, me acerco a la taquilla esperando encontrar algo humilde pero de calidad. Faltaban diez minutos para la apertura vespertina y esperé con la esperanza de encontrar entradas.

Estoy acostumbrado a que mi asistencia a estos espectáculos es premeditada y alevosa, porque en los grandes teatros (que es su ámbito natural), la adquisición de las entradas debe hacerse con mucho tiempo ya que el número de representaciones es limitado. Pero en este caso encontré entradas para esa misma noche sin problema alguno. Butacas de patio centraditas.

Recogimos a nuestra hija con la ilusión de asistir a un estreno de forma inesperada y nada menos que Rigoletto. Una obra fácil de escuchar por su abundancia de melodías reconocibles y por ser muy conocida. Entramos en el teatro y nos dispusimos a esperar el comienzo.

De primeras la cosa se retrasaba un poco (lo normal), motivo por el que el director del teatro aparece en el escenario (sorpresa para mí, es el Señor Cornejo) y se disculpa. Hace un alegato sobre la iniciativa privada y la falta de subvenciones. Le escuchamos con dificultad porque la algarabía generada por los propios trabajadores del recinto impide la audición, hasta que un airado espectador les monta la de Dios es Cristo y les hace callar. Interesante forma de empezar.

Al rato, aparece el director de orquesta (ataviado con blusón negro al estilo horchatero valenciano), saluda, se sienta en una sillita y no empieza a dirigir porque falta luz en algunos atriles de los músicos. Tras veinte minutos de idas y venidas de lo que debía ser un electricista se soluciona el percance y éste es aplaudido como el primer triunfador de la noche.

Levanta el director la batuta y atacan los metales la primera nota de la obertura. Y atacan en desorden. Dan paso a las cuerdas que también parecen un ejército un tanto indisciplinado. Lejos de la sombría presentación del drama al que vamos a asistir, el exceso de colorido (llamémosle así) parece que va a ser seguido de algún sainete divertido.

Tras la desconcertante introducción, entra en escena la parte vocal, comandada por un Rigoletto vocalmente capaz pero musicalmente corto y un Duque de Mantua flojo de potencia y con un impropio exceso de pluma para el conquistador de féminas que cabe esperar. Y luego lo entendí, porque las plumas debían ser de los gallos que traía dentro el individuo.

La ópera se fue desarrollando entre desaciertos orquestales y desatinos canoros, hasta el punto en el que mientras en el escenario un desesperado Rigoletto intenta evitar el secuestro y violación de su hija, en el patio de butacas el personal se partía el pecho de la risa. Tal era la tensión musical y argumental creada. Y tal era el desconocimiento del respetable de la obra. No es imputable además el desfase conductivo del público respecto de la obra al desconocimiento lingüístico, ya que sobre el escenario en una pantalla se proyectaba en español y en inglés la traducción simultánea del texto, con lo que sabiendo leer ya tenía uno lo básico para irse enterando. Por otra parte las famosísimas notas de Verdi fueron juntadas de forma que no había forma humana de reconocer el original en aquella deconstrucción.

De la escenografía y el vestuario, diré que he perdonado cosas peores aunque siempre han venido envueltas en una calidad musical diferente. Recuerdo en La Bastilla una Madama Butterfly en cuyo escenario no había más que una silla. La orquesta y la voz de Aragall me hicieron ver todo el mobiliario. Juro que vi en el medio de París el barco de Pinkerton atracando en el puerto. Pero esta vez la carencia era global. No obstante me parece algo menor tratándose de un pequeño teatro en el que es difícil encajar una obra de estas características. Aunque al menos el vestuario, siendo una producción de Cornejo, podía haber estado más cuidado.

El público asistente era en gran parte familia o amigos de los autores del desatino con lo que se podían explicar los bravos y los encendidos aplausos que se escuchaban tras cada atentado que se produjo a la integridad musical. Se recibieron con gran éxito unas coreografías como de musical venido a menos que aún estoy intentando justificar argumental y musicalmente.

Los asistentes que por contra parecían más bragados en estas lides mostraba claramente su disconformidad con lo expuesto en las tablas.

No es de recibo para mí, que habiendo cantantes de calidad y músicos en general capaces de un trabajo digno y profesional, se ofrezca en una ciudad como Madrid un tatachún de éste calibre. Probablemente se alimentará de turistas de paso y de pobre gente bienintencionada que quiera acercarse a la ópera. El problema es que daremos una imagen muy lamentable a los primeros y alejaremos definitivamente a los segundos.

Volvemos como siempre a ser la ciudad del precocinado, de la imitación, de los trileros. Volvemos a vender paellas congeladas de esas que no son atractivas ni en las fotos multicolor de los anuncios. Volvemos a burlarnos del arte y de la cultura. Lástima.

Y salí aquel viernes del teatro sin aplaudir porque no vi Rigoletto por ninguna parte. Y me acordé de las tardes tan estupendas que pasé viendo aquellas humildísimas pero correctas funciones del Teatro Calderón.

Para colmo, como demostración de lo poquito que nos importa la cuestión, no se ha producido en los días posteriores ni el más mínimo comentario ni crítica a favor o en contra de lo visto en ninguno de los periódicos que sí anunciaron que aquello se iba a perpetrar.

Como si no hubiese críticos musicales en Madrid. Como si no hubiese existido la función. A lo mejor ha sido simplemente una pesadilla de un pobre aficionado.



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