Soy víctima de una educación muy tradicional. Y a la vez verdugo en la figura de mi hija.
Tengo para mí que la vida no deja de ser un camino que ha de andarse de la manera más digna posible. Muchos años de andar por la montaña me han fijado esa imagen. Y en esa dignidad no me caben los atajos. En una ruta de montaña no se sale uno del camino trazado por varias razones, como por ejemplo, no destrozar el entorno más allá de no necesario, porque no vamos a ser necesariamente más listos que el que trazó el camino y porque, como bien dice el refrán, “no hay atajo sin trabajo”.
Varias cosas que he leído esta semana me traen a la cabeza esta reflexión. Como casi siempre que reflexiono ha sido a partir de verdaderas tonterías y por tanto mis reflexiones carecen de importancia, pero como este medio es gratis os las expongo.
Un par de ellas son los goji y las pulseras holográficas. Estos elementos milagrosos que la ciencia convencional se empeña en calificar al menos como inútiles son un punto de enganche para un montón de gente que desea una salud mejor, rápida, barata y sin esfuerzo. Dejando aparte los desahuciados por el sistema convencional de salud, a los que se les perdona todo precisamente por su condición, el resto tiene una responsabilidad colectiva en dar alas a estos “inventos”. Ver las pulseras mencionadas en la muñeca de algún deportista de élite tiene su efecto, pero verlas en las de un montón de gente anónima a diario es demoledor. El que ningún estudio haya podido probar ningún efecto da igual, es secundario. Lo importante es que a la gente le funciona. O no, pero dicen que sí.
Con los goji otro tanto de lo mismo. Esta semana en diferentes periódicos se destacaba que respetadas universidades daban por falsos los mitos. Y yo me imagino al que hace el estudio de la pulsera tomándose unos goji para aguantar el tirón y estar más horas repasando estadísticas, y al que hace el estudio de los goji tapando con su camisa la pulsera para que sus colegas no se rían mucho de él. Y es que la estupidez no tiene límites. Y nos lleva a buscar el atajo. Hartos de que nos digan que para la salud buena alimentación y ejercicio adecuado, buscamos otros medios. Porque claro, lo de la alimentación sana es muy soso y muy pesado, y lo del ejercicio cansa. Es mejor y más rápido entregarse al chamanismo, y además está de moda.
Crecen por ello las disciplinas orientales implantadas en nuestra sociedad a fuerza de injerto cultural cuando menos forzado. La práctica de esas disciplinas separadas del modo de vida que las rodean en su punto de origen es para mí como poner un centro comercial de los que adornan nuestra geografía en medio de la Amazonia. Es el mismo centro comercial, pero el efecto no puede ser el mismo. Claro, que siempre te dirán que lo que cura, cura … Y nunca van a admitir los parámetros de nuestra vieja ciencia, a la que acusan de fallar con estrépito. Prefieren algo que no es demostrable y que no se mide con nuestros parámetros occidentales. Desconociendo, eso sí , los parámetros orientales, pero eso da lo mismo. Y en el río revuelto lo mismo hay esforzados exiliados coreanos tratando de ejercer su sabio y milenario magisterio salutífero que charlatanes de feria vendiendo el elixir de la eterna juventud.
Pero nos gusta andar menos y allá donde veamos una posibilidad de acortar y dar menos pasos nos metemos, aunque sea cuesta arriba y nos haga resollar, pero creemos que es más corto. Al final empleamos más fuerza de la debida, pero hemos sido más listos que el resto. Por tanto cuestionamos la ciencia porque es corrupta en sí misma y además no es infalible y nos decantamos por algo que no tiene ningún control conocido, pero claro es tan antiguo ….
Otro de los sucesos que me ha terminado de calentar la cabeza con esto de acortar el camino ha sido el folletín primaveral del Himalaya.
Después de muchos años de montaña (modesta, pero montaña), estos sucesos me han hecho ver muy claro que no por más alta la cumbre la gesta es más hermosa. Siempre subí a las cumbres para encontrar algo que no había abajo, y no era Dios, ni un paisaje. Era yo mismo. Y además la compañía de un amigo (o más). Siempre subimos juntos. Siempre bajamos juntos. He tenido en todos estos años diferentes compañeros de camino, y nunca nos hemos perdido de vista. Hemos disfrutado juntos del esfuerzo y nuestra recompensa ha sido un momento de silencio arriba, cada uno consigo mismo y sintiendo al lado al otro.
Sin embargo veo con tristeza que en gente que se dedica de modo profesional a la montaña (en ello ya hay un contrasentido enorme) van cambiando los valores, y se estima más la cumbre que la seguridad del grupo. O puede ocurrir que ni siquiera exista el concepto de grupo.
No me valen las excusas de que por encima de los siete mil metros cada uno depende de sí mismo. A ese mismo que lo dice lo tuvieron que sacar otros antes, con riesgo de sus propias vidas, de atolladeros que le hubiesen costado la vida si no fuera por los compañeros de cordada. Tan importantes como la propia vida son las de los que te acompañan.
Pero otra vez, y en este caso en la montaña, volvemos al atajo. El atajo que hace alcanzar la cumbre pero que cuesta una vida.
Y por eso insisto en lo de la educación que recibí y que trato de transmitir a mi hija. Todo necesita un esfuerzo. Todo tiene un precio y no siempre en dinero. Hay que valorar mucho el camino trazado. Por ese camino probablemente no se hubiesen hecho ricos los vendedores de pulseras de plástico a 35 euros, ni los importadores de goji falsamente tibetano y a lo mejor Tolo Calafat estaría aún con vida. Serían dos estafadores menos y un montañero más…
¿Merecerá la pena el atajo?
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