Hacía ya demasiados años que no iba a La Pedriza. Tantos que ya ni me acordaba de por dónde discurren sus senderos.
Creo que la última vez fue con mi amigo Luis. El era un enamorado de este conjunto de rocas de formas fantásticas y habitualmente íbamos a dar paseos, ya no era el tiempo de la escalada para nosotros. No obstante nos gustaba pararnos y ver las evoluciones de los escaladores por las distintas vías, recordando tiempos recientes en los que nosotros mismos tratábamos de vencer a la ley de la gravedad (no siempre con éxito).
En aquellos días la música de fondo era el tintineo del material sobre la roca, las voces de los escaladores (tira, recupera...). Y las rocas aparecían adornadas con los vistosos colores de la ropa de escalada, que nunca fue discreta.
Y el sábado al llegar a ese paraíso de las formas imaginadas me topé de repente con “La Bota”. Y recordé las veces que he pegado mi piel a esas formaciones. Y vi el Pájaro, el Yelmo, y tantas vías que discurren por ellas. Pero me faltaba algo. No sabía qué pero algo no estaba allí. Pensé en tantos amigos y compañeros de cordada, pensé en los amigos con los que tenía la suerte de volver, pensé en las personas y no encontré lo que me faltaba. Hasta que caí en lo que realmente estaba extrañando. La Pedriza estaba vacía. Solo estábamos allí mis dos amigos y yo. No se oía a nadie, quizá algún pájaro, pero no había personas. Nadie escalaba, nadie andaba por sus senderos. Era una sensación muy extraña, de vacío. Es como si estuviese visitando a un amigo enfermo. Estaba allí, como siempre, pero le faltaba la vida, la alegría de las voces, el ruido del material. El paisaje era el mismo, pero sin sustancia. No dejaba de tener una sobrecogedora belleza, acentuada aún más por ese silencio, pero no era “mi” Pedriza.
Bajamos entretenidos con el paisaje y con algún resbalón en absoluta soledad hasta la altura del refugio Giner de los Ríos, lugar en el que aparecieron los primeros síntomas de agrupamiento humano, hasta llegar a Canto Cochino, allí desapareció toda la magia. Montones de coches y de personas en torno a los dos merenderos, docenas de pies metidos en el río, constante trasiego de personas y enseres. Poco montañero y mucho visitante. Lo peor. Se nos bajó el suflé de golpe.
Me quedó una sensación agridulce. Mi amiga La Pedriza estaba mayor, ya no me hablaba con la alegría de antes. Nos habíamos conocido cuando yo empezaba a escalar, compartimos muchos amigos con los que hoy no tengo ya relación alguna, y creo que ella tampoco. Compartimos confidencias, sinsabores y alegrías. Me enseñó mucho del montañismo, de los valores de la amistad, a confiar en el compañero que nos asegura, a asegurar al compañero que confía en nosotros. Había vuelto a verla con ilusión, pero ella y yo habíamos cambiado. Yo estoy más viejo, más gordo y más gruñón y ella está más sola. Yo ya no escalo, a ella casi no la escala nadie. Pero como a todas esas mujeres con carácter los años la han dado más belleza, más serenidad y su rostro, más ajado, refleja la experiencia con una mezcla de dureza y bondad que solo pueden tener quienes han sido nobles como la roca. La roca que tantas veces me sirvió para no caer al vacío. En todos los sentidos.
Gracias Pedriza y gracias amigos.
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Ez horregatik.
ResponderEliminarEl jueves pasado, aprovechando que Dª Esperanza Aguirre -que no Agirre- Gil de Biedma ha reimplantado la fiesta del Corpus Christi (rememoración, por cierto, de un truculento motín ocurrido en la ciudad italiana de Bolsena siglos ha, donde unos judíos fueron masacrados tras ser acusados de profanar una hostia), decidí ir a dar una vuelta por otra parte de la Sierra, la Fuenfría, Montón de Trigo, etc.
La subida fue calurosa, pero arriba pasé unos ratos muy agradables,de soledad y viento, y sobre todo de soledad. No obstante, un grupo vociferante que bajaba del Montón de Trigo tendría que haberme puesto sobre aviso de lo que me esperaba abajo. Eran tres chicas, pero por el ruido que hacían podrían haber sido igualmente un ejército de amazonas comandado por su reina Pentesilea y dispuestas a arrasarlo todo a sangre y fuego.
Del Cerro Minguete bajé a la Marichiva, dejando atrás los restos de reductos y trincheras dejados ahí por el Batallón Alpino, y desde allí hacía Casa Cirilo. Más abajo de Marichiva, en un par de ocasiones sólo mi agilidad -en sí misma, nada excesiva- me salvó de ser arrollado por la versión moderna del Centauro salvaje de los montes: el conductor desconsiderado de BTT. Por otra parte, a medida que bajaba iba percibiendo un vocerío in crescendo, similar al que se oye cuando te acercas a una playa en pleno agosto. A pesar de lo que iba intuyendo, lo que encontré abajo me dejó anonadado: cientos, miles de personas habían caído como una plaga de langostas por los antaño tranquilos pinares de la Fuenfría. Los coches aparcados llegaban casi hasta la estación de Cercedilla, y la basura tirada por todas partes delataba lo que esa masa rugiente entiende por "pasar un día en la naturaleza".
Resumiendo: "gente", cada vez más, montañeros, cada vez menos.
Ah, y perdone V. Merced por abusar tan desconsideradamente del espacio de respuestas a sus sabias y emotivas consideraciones sobre la Pedra.