jueves, 12 de agosto de 2010

Agur Jesús

Se marchó sin que nos pudiéramos despedir. Tanto que me he enterado de su muerte ocho años después.
Le echaba de menos, hablaba de él con amigos comunes, nos preguntábamos por su paradero. Pasa con muchos amigos de otro tiempo, pierdes el contacto, el tiempo va distanciándote y al final llega el olvido. Pero en este caso el olvido no había llegado. Decidí buscar alguna pista suya en internet y encontré un nombre igual que el suyo en una relación de fallecidos de un diario. Mismo nombre y misma edad. No quise creerlo. Hice alguna indagación más y pude comprobar que era cierto. Murió en el mes de mayo de 2.002.
Se llamaba Jesús. Tenía cara de niño malo. Pelo rizado alborotado siempre, gafas gordas, ojos maliciosos y una sonrisa que invitaba a hablar.
Tuvo una vida dura fruto de las circunstancias políticas del momento. Sus padres abandonaron Euskalherría porque después de militar en la innombrable su padre abandonó la lucha. Le buscaban Tirios y Troyanos y tuvo que esconderse en el monte. Años ochenta, así como suena, un padre de familia se refugia en el monte en la sierra de Madrid para no ser encontrado. Su madre mantenía la familia con el sueldo de administrativa en no sé qué empresa. Vivían en Entrevías, en plena explosión de la heroína. Todo un ambiente para crecer, pero el destino manda.
Yo le conocí en la mili, en la Cruz Roja. Nos hicimos pronto muy amigos. Compartíamos el amor por su tierra y el amor a la vida que en aquellos años comenzábamos a comernos a bocados. Era un tipo limpio.
Nos reímos mucho juntos. Era el único hombre que he conocido que se enamoraba de las mujeres por su voz. La emisora del puesto de socorro le proveía de innumerables oportunidades. Cuando preveía que le podía salir mal la cita me hacía acudir junto a él para espantar a la señorita que no era de su agrado. Hemos vivido sábados inolvidables en todos los sentidos. Hay mujeres con un grave desajuste entre su voz y su físico. Elixires de fina fragancia en bastas botellas de cristal grueso. Es la magia de la radio.
Llegamos a ser tan amigos que en alguna ocasión nos acercamos juntos a llevar víveres a su padre al monte. No me dejó acompañarle hasta el final, por seguridad, pero fuimos juntos hasta muy cerca. El confiaba en mí, pero su padre no estaría seguro si desvelaba su posición exacta.
En más de una ocasión al bajar yo de mis andanzas por el monte coincidía con Jesús en el tren a la ida o a la vuelta . Yo iba a pasarlo bien, él a asistir a su padre.
Como dije creció en Entrevías, me decía que no quedaba ningún amigo suyo de la infancia, a todos se los había llevado la droga. Y sobrevivió a todo aquello. Ni él mismo sabía explicar cómo se salvó.
Camarero por vocación, eficiente, divertido, discreto. Era un perfecto barman de confianza. Le conocí diferentes trabajos. Le recuerdo como si fuera en esas películas americanas en las que el señor del otro lado de la barra es un amigo, un psicólogo, un consejero. Siempre trabajando de tarde-noche, al cerrar su establecimiento siempre se iba por ahí a tomar algo. Vivía de noche.
Una miserable cirrosis hepática se lo llevó. No sé lo que pasó en los últimos años, pero lo que me importa es que era mi amigo, una buena persona y que lo que no pudo la presión de la droga lo pudo la atracción de la noche.
Jesús, sé que no te gustará lo que escribo, que te parecerá demasiado serio, pero lo necesitaba. Es la única forma de aliviar mi malestar por no haber estado a tu lado.

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