Aquí estamos, pasando un calor pegajoso y soportando la habitual programación veraniega de la tele, la radio y de la prensa.
Se ha escrito mucho sobre la programación de Semana Santa, que si Ben Hur, que si La Túnica Sagrada, etc. Pero a cambio no he leído un artículo suficientemente profundo sobre la programación de verano de los medios de comunicación.
Hace años, muchos, nos cascaban en verano los Juegos del Mediterráneo, especie de programa concurso por el que desfilaban desde italianos a la manera del Tirol, hasta griegos, franceses y desde luego españoles. Nunca recuerdo que ganásemos nada, pero era pintoresco y exótico.
Bastantes años después nos conformamos con una versión que hacía un elogio de lo sencillo (llamémoslo de esa forma) y que dieron en titular Grand Prix. Conducido por un eficaz vizcaíno y protagonizado por un cuadrúpedo cornúpeta, llenó muchas tardes-noche de verano con sus chanzas de tono rural (dicho sea de forma caritativa).
Ahora en una vuelta de tuerca mágica y pensando en el ahorro de los grandes de los mass-media nos abruman con reposiciones de lo que nos atizaron en invierno. Por si no estábamos, supongo.
Y el abismo se agranda bajo nuestros pies al comprobar que los que no cogen vacaciones son los protagonistas de ese “mundo rosa”. Esos no ceden en su empeño. Quizá conscientes de que su fama es o puede ser efímera, no desperdician un segundo de “prime time” o de cualquier time para rascar y llevárselo.
Al tiempo, la alternativa de salir a la calle a dar una vuelta se torna desagradable. Y no solo por el calor. Hay que jorobarse lo que se ve por el mundo. En verano parece que se convoquen en todas las poblaciones concursos de mal gusto. No dice uno que sea necesario el chaqué para pasearse bajo la canícula, pero si sería agradable que cada uno guardase para sí lo peor de su anatomía sin que el resto tenga que comulgar con las propias lorzas.
Difiero en muchas cosas con el señor Pérez-Reverte, don Arturo, pero en lo cotidiano he de decir que estoy muy de acuerdo con él y que no me gustan las chanclas, las gorras con la visera hacia atrás, ni la visión de los ombligos con pelotilla, ni que un fulano sentado a mi lado, ya sea en un avión, en un autobús o en un cine de verano me toque con su pierna, y si está desnuda por causa de la indumentaria menos aún. A él debo el único artículo que recuerdo sobre este tema. Viajaba don Arturo en un avión y parece que de forma poco casual se le derramó su café sobre la pierna impúdica, desnuda y pilosa de un accidental compañero de viaje. No lo soportó.
Y yo me veo en las mismas, claro que no soy Pérez-Reverte y me guardo muy mucho de molestar a nadie porque tampoco soy nadie, pero el ratito que estoy pasando este verano es de traca.
Somos cada vez más horteras, hemos perdido ese puntito de respeto a los demás que nos hacía transitar vestidos por la calle, pensar en qué podíamos ofrecer a la gente en verano en los medios de comunicación, etc. Y creo que además íbamos más a gustito. Todos, creedme. Para quién no lo sepa compartiré un secreto íntimo muy útil. Las camisetas de tirantes pueden conseguir irritaciones del sobaco por el roce sudado, y el calzado cerrado evita pisar con el pie semidescalzo, que la chancla abandona a su suerte, esos zorongos de perro mastín que algunos desalmados olvidan al paso de sus canes. Son dos buenas razones para vestirse un poco.
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¡Vaya sustos que nos da vuestra merced! Con ese título me esperaba algo sobre los amoríos del Marqués de Bradomín y la Niña Chole en Veracruz, y me encuentro un catálogo razonado de horteradas veraniegas. Pues vaya sumando Su Excelencia a Michelle Obama y descendencia comiendo helados por Granada y poniéndose a remojo en la playa, previamente despejada de plebe, y compare con lo que eran los veraneos Belle Epoque de hace un siglo. Los bisabuelos de los mandamases de hoy eran igual de chorizos y prepotentes, pero al menos tenían gusto en lo de veranear...
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