sábado, 26 de junio de 2010

Que convenzas con amor y arrastres con tu ejemplo

Soy de natural anarquista. Creo en el hombre. Pienso en verdad que no somos esencialmente malos, al contrario, nuestro instinto no necesariamente nos llevaría al mal si no fuese por la influencia de una sociedad enferma.
Así pues, creo que no necesitamos un tutor permanente detrás de cada individuo. Con la educación suficiente somos capaces de tomar nuestras propias decisiones y de aportar positivamente a la colectividad.
Parece mentira, pero estos dos párrafos anteriores los escribo completamente en serio. De pequeño se me quedó un lema grabado a fuego en mi cerebrito: “Que convenzas con amor y que arrastres con tu ejemplo”. Nada religioso, una frase completamente civil. Durante toda mi vida esa frase ha sido mi farolillo en la tormenta. Quizá quienes me conocen encuentren explicación a algunas de mis más extrañas reacciones en esa frase.
Intento ser siempre el primer cumplidor de la norma. La norma está porque la hemos puesto entre todos. Aunque no nos guste. Y tenemos la opción de cambiarla o de acatarla. Nunca de incumplirla. Por eso me irritan los que la incumplen, por su falta de respeto al esfuerzo de los demás en cumplir y por el escaso favor que hacen a la convivencia pasándose por el forrillo las decisiones que todos tomamos.
Y por eso intento cumplir siempre, porque las cosas son así y por si alguien se fija. Como pasa en el centro de Europa con los semáforos. Al llegar un peatón al semáforo en rojo espera a que se ponga verde. Obvio, pero además recriminará a aquel (normalmente español) que no lo respete. Aunque no vengan coches. Aquí funcionamos de otra forma, nos tenemos por más abiertos de mente, más improvisadores. Un eufemismo que oculta la mala educación y la falta de respeto a los demás.
Y la tontería ha costado 13 vidas. 13 personas que más inteligentes que los demás no podían esperar un minuto a que se despejase un paso subterráneo. Paso que, por otra parte, podía no haberse obstruido de atravesarlo la gente de forma ordenada. Aquí nos ponen una puerta y estamos deseando atascarla.
13 personas que probablemente podían llegar un minuto más tarde al macrobotellón deSan Juan.
Ahora las culpas a Renfe, a Adif, al maquinista y a la General. Todo por no reconocer que se trata de un problema evidente de mala educación y de falta de respeto a las normas.
No se trata de prohibir, ni de tener normativas para todo. Por eso soy anarquista. Si no creemos que el individuo es suficientemente responsable como para cuidarse de su propia vida, entonces no hay legislación ni normativa que le salven.
Nos hemos pasado poniendo normas para sustituir al sentido común, anulando los resquicios de éste. Y ¿no sería más adecuado educar en la libertad y en la responsabilidad y prohibir menos?
Al día siguiente del atropello ferroviario múltiple aparece en El País un señor más que de mediana edad saltando torpemente por un andén con un tren en las proximidades. El tipo dice de forma arrogante que en ningún sitio pone que esté prohibido saltar a la vía. Y resulta que además es profesor de instituto.
Lo dicho, que convenzas con amor y que arrastres con tu ejemplo.
Nos evitaría muchas leyes y muchas normas.

miércoles, 16 de junio de 2010

Mugaritz martxan

Hoy me toca defender una idea difícil. Difícil porque ponerse del lado de un restaurante que cobra un alto precio por su servicio en estos tiempos no es sencillo. Y menos aún si uno ni siquiera ha comido nunca en él. Pero lo voy a intentar, y además encantado.
Leo en el Diario Vasco la noticia esperada por muchos de que el Mugaritz ya vuelve a estar en marcha. Para quien no lo conozca, este restaurante, considerado por los expertos en la materia el quinto del mundo, sufrió un incendio fortuito hace unos cuatro meses quedando inservible. Ahora se ha reconstruido y vuelve a estar abierto. El tema en sí mismo no sería de interés si no es por la categoría del restaurante y sobre todo, que es lo que me interesa, por la reacción que ha provocado en una masa social importante.
He seguido el proceso de reconstrucción de este templo culinario y me ha emocionado la fortaleza que su comandante Andoni Luis Aduriz ha demostrado, manteniendo el timón de su nave desarbolada frente a la tormenta. Han seguido imaginando platos, han tratado de aprovechar la desgracia para mejorar tanto su espacio físico de trabajo como su dinámica de equipo. Además han recibido apoyo incondicional de todo su entorno gremial, algo impensable en otros ámbitos. Han recibido una corriente importante de solidaridad y lo han hecho notar y lo han agradecido.
Ahora vuelven al trabajo, a enfrentarse a la puesta en escena diaria. Y a mí ¿Qué me importa? Pues mucho. Me importa porque encarnan el espíritu del trabajo, de la superación, de la calidad, de lo vasco, de lo sutil, de lo efímero. Crean y callan.
Conozco este restaurante desde bastante antes de hacerse famoso, aunque nunca comí en él. Para quienes disfrutamos con estas cosas a veces la contemplación es suficiente. A algunos nos gusta seguir la evolución de los cocineros, saber qué hacen, qué propuestas generan, qué materiales utilizan, cómo los tratan. Exactamente igual que un aficionado a la fórmula 1 no va a conducir nunca un bólido o igual que un estudioso del arte que no va a ver un cuadro determinado más que a través de láminas o reproducciones. El colmo sería poder probar los platos que crean, y no lo descarto, algún día se ha de poner a tiro. Quizá el día que decida volver a esa tierra a la que tanto quiero me ofrezca un desagravio en el Mugaritz. Será un renacer para ambos.
Muchas personas están en contra de este tipo de restaurantes, dicen que te cobran una barbaridad y no comes. Yo no lo creo. Es cierto que son caros, pero la exclusividad del trato, de los materiales empleados, el alto precio de la investigación y lo trabajoso de las elaboraciones, aparte de la cantidad de personal de alta cualificación empleado, para mí, justifican el precio. Y lo más importante, son un ejemplo de excelencia. Como todo lo carísimo no está al alcance de todos, pero tampoco un restaurante medio de 60 euros el cubierto está al alcance de la mayoría de las familias con la que está cayendo, y nadie plantea que deban desaparecer.
El Mugaritz, como el Bulli, Akelarre, etc. son buques insignia de una cocina fantástica que abarca desde lo más lujoso hasta la más honesta y sencilla casa de comidas. Cada cual tiene su sitio, y el conocimiento se traslada de unas a otras enriqueciéndose mutuamente. Está claro que en los orígenes de la alta cocina siempre estarán las raíces de la comida tradicional. Pero también hay que reconocer que sin la alta cocina hoy por hoy no sería muy sano seguir una dieta excesivamente saturada de grasas o hipercalórica como la que seguían nuestros antepasados del agro. Y en lo que se refiere a las presentaciones está todo dicho. Hasta en los menús del día se ha ganado en salud y presentación. Y eso solo se consigue gracias a la investigación. Es lo mismo que ocurre entre los motores de alta competición y los de los utilitarios del gran público. Unos investigan y otros aprovechan. Es lo suyo.
La cocina de estos restaurantes es cocina y es espectáculo. Es dejarse sorprender y dejar viajar a los sentidos. Y no es una cuestión de hedonismo, se trata de desarrollar otras facetas del cerebro. Se trata de trabajar los olores, los sabores, los colores, las formas, las texturas. Es todo un mundo y es muy interesante. Claro que hay a quien no le interesa, es lógico. También leer cansa, es mejor esperar a que salga la película del libro.
Hoy vuelve a funcionar uno de los primeros restaurantes del mundo. Han superado una desgracia empresarial impresionante. Y son buena gente. Suerte Mugaritz en la nueva andadura. Y gracias por vuestro trabajo.

martes, 1 de junio de 2010

Mi respetada y vieja amiga

Hacía ya demasiados años que no iba a La Pedriza. Tantos que ya ni me acordaba de por dónde discurren sus senderos.
Creo que la última vez fue con mi amigo Luis. El era un enamorado de este conjunto de rocas de formas fantásticas y habitualmente íbamos a dar paseos, ya no era el tiempo de la escalada para nosotros. No obstante nos gustaba pararnos y ver las evoluciones de los escaladores por las distintas vías, recordando tiempos recientes en los que nosotros mismos tratábamos de vencer a la ley de la gravedad (no siempre con éxito).
En aquellos días la música de fondo era el tintineo del material sobre la roca, las voces de los escaladores (tira, recupera...). Y las rocas aparecían adornadas con los vistosos colores de la ropa de escalada, que nunca fue discreta.
Y el sábado al llegar a ese paraíso de las formas imaginadas me topé de repente con “La Bota”. Y recordé las veces que he pegado mi piel a esas formaciones. Y vi el Pájaro, el Yelmo, y tantas vías que discurren por ellas. Pero me faltaba algo. No sabía qué pero algo no estaba allí. Pensé en tantos amigos y compañeros de cordada, pensé en los amigos con los que tenía la suerte de volver, pensé en las personas y no encontré lo que me faltaba. Hasta que caí en lo que realmente estaba extrañando. La Pedriza estaba vacía. Solo estábamos allí mis dos amigos y yo. No se oía a nadie, quizá algún pájaro, pero no había personas. Nadie escalaba, nadie andaba por sus senderos. Era una sensación muy extraña, de vacío. Es como si estuviese visitando a un amigo enfermo. Estaba allí, como siempre, pero le faltaba la vida, la alegría de las voces, el ruido del material. El paisaje era el mismo, pero sin sustancia. No dejaba de tener una sobrecogedora belleza, acentuada aún más por ese silencio, pero no era “mi” Pedriza.
Bajamos entretenidos con el paisaje y con algún resbalón en absoluta soledad hasta la altura del refugio Giner de los Ríos, lugar en el que aparecieron los primeros síntomas de agrupamiento humano, hasta llegar a Canto Cochino, allí desapareció toda la magia. Montones de coches y de personas en torno a los dos merenderos, docenas de pies metidos en el río, constante trasiego de personas y enseres. Poco montañero y mucho visitante. Lo peor. Se nos bajó el suflé de golpe.
Me quedó una sensación agridulce. Mi amiga La Pedriza estaba mayor, ya no me hablaba con la alegría de antes. Nos habíamos conocido cuando yo empezaba a escalar, compartimos muchos amigos con los que hoy no tengo ya relación alguna, y creo que ella tampoco. Compartimos confidencias, sinsabores y alegrías. Me enseñó mucho del montañismo, de los valores de la amistad, a confiar en el compañero que nos asegura, a asegurar al compañero que confía en nosotros. Había vuelto a verla con ilusión, pero ella y yo habíamos cambiado. Yo estoy más viejo, más gordo y más gruñón y ella está más sola. Yo ya no escalo, a ella casi no la escala nadie. Pero como a todas esas mujeres con carácter los años la han dado más belleza, más serenidad y su rostro, más ajado, refleja la experiencia con una mezcla de dureza y bondad que solo pueden tener quienes han sido nobles como la roca. La roca que tantas veces me sirvió para no caer al vacío. En todos los sentidos.

Gracias Pedriza y gracias amigos.