Tendría que dar gracias a Dios todos los días por los amigos que tengo. Pero con frecuencia se me olvida hacerlo, debido fundamentalmente a que los tengo cada vez que quiero, no me da tiempo a echarlos en falta. Unos u otros siempre están ahí, sin darme tiempo a estar solo más allá del tiempo que yo deseo estarlo. Y el domingo ahí estuvieron otra vez, en esta ocasión andando por el monte que es nuestro medio natural de expresión, el sitio de nuestro recreo que diría la canción. Es ese lugar en el que todos nosotros somos más nosotros mismos, donde reímos con ganas y sin artificio, donde callamos sin reservas el tiempo que necesitamos sin que el silencio nos moleste.
Y entre risas y resbalones en el hielo, al que mis experimentadas posaderas volvieron una vez mas a tomar la temperatura de golpe, allí estaba un compañero de ruta especial. Alguien que estuvo toda la jornada pendiente de mí. Discreta y calladamente, pero pendiente de cada movimiento que yo hacía. Por primera vez desde que salimos juntos al monte sentí a mi hija como un compañero más, no como alguien de quien tengo que ir pendiente, si no de uno más de nosotros. Estuvo tranquila en los pasos en que algunos adultos hacían aspavientos, preocupada cuando yo hacía volatines en la pista de patinaje, divertida con las bromas, participativa en las conversaciones pero sin salir del espacio que por edad le toca. Después de comer, ella (y yo) teníamos frío, con lo que nos adelantamos en la salida a los demás. Y estuvimos un rato solos andando. Me fue comentando durante ese rato sus impresiones sobre lo acontecido en el día, se preocupaba de que yo fuese andando por el sol para que recuperase calor, me gastaba bromas, éramos cómplices.
Luego, todos agrupados otra vez después de un rato buscando truchas juntos, ella seguía caminando a mi lado. No hubo quejas de la distancia, ni del frío, ni de nada. Disfrutó de verdad. Y todo ello me recordó cuando yo a su edad compartía jornadas montañeras con gente bastante mayor que yo y que me enseñó tanto. Yo tuve más suerte que ella, porque mis compañeros eran gente con una experiencia muchísimo más valiosa que la mía, pero a cambio yo tengo el compromiso de entregarle lo que se y lo que me enseñaron, que fue mucho. Además si en algo cuenta el orgullo que siente el que enseña, en mi caso estoy convencido de que nadie habrá más henchido que yo ante semejante alumno.
Ya no se conforma con ir y venir, pregunta acerca de las cuestiones técnicas. Se informa de las cimas de los alrededores. Y ya hace peticiones de los sitios a los que quiere subir. Es mucho comparado con lo que he visto en los últimos años en los adultos.
Y no es pasión de padre, de verdad que es buena compañera para la montaña. A poco que aprenda bien algunas técnicas y gane un poco de autonomía no habrá quien la eche el guante. He visto bastantes aprendices de brujo y esta apunta maneras.
Y con ella, con mi santa y con mis amigos disfruté de un domingo en el que brillaron por igual el sol y el frío. Un domingo en el que descubrí por primera vez en mi hija el primer rasgo de lo que siempre he deseado ver, como cuando un escultor empieza a ver la obra en la piedra que va cincelando. No quiero atar su futuro a mis deseos, pero si quiero disfrutar junto a ella de lo que para mi es el centro de mi vida. Que elija la profesión que quiera, que haga con su vida lo que le de la gana, pero que no pierda el gusto de sacar a paseo a su padre con una mochila a la espalda.
La montaña para algunos de nosotros es tan importante como pueda serlo nuestra profesión, e incluso tanto como nuestra religión o en su caso el esquema moral que cada uno tenga. Nos ha hecho ser como somos, nos ha forjado el carácter y la voluntad. Y además, como si fuera una tarta de cumpleaños, nos ha puesto por encima esos adornos tan bonitos y tan dulces que son los amigos. Amigos que sin la montaña probablemente no tendríamos. Todo ello forma una unidad indisoluble.
Y mi hija ya es una de las guindas de la tarta.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario