viernes, 23 de marzo de 2012

Una instantánea en el recuerdo.


Me voy a permitir, no sé si a mi pesar, un pequeño ejercicio de exhibicionismo de mis recuerdos.

Guardo con mucho cariño una foto de cuando no tenía barba, es decir de los quince años, ya que a los dieciséis decidí no afeitarme y he seguido hasta ahora fiel a mi precepto, salvo una vez a los veinte. El intento fue fallido y automáticamente deje de nuevo crecer el camuflaje facial. Pero no es mi barba el objeto del post.

Como digo, tenía quince años, una edad en la que no había límites. Mi cuerpo funcionaba en la montaña como un reloj suizo. A pesar de que aún me quedaban por delante unos años para consolidar mi mecanismo, la respuesta al esfuerzo era fantástica. Tengo un recuerdo maravilloso de aquellos años. Y esta foto es el centro de muchos de ellos. Está hecha en la cima del Naranjo de Bulnes, que por entonces (y aún hoy) era una de mis obsesiones montañeras. La montaña perfecta para escalar, inaccesible para los no escaladores, un mito de la época.

Falta en la foto el que la hace, Luis. Los demás son Milli, Jesús, Lali y un servidor.

Aquellos días en los Picos fueron una delicia. Pude compartirlos con aquellos compañeros que además lo eran de cordada (una de tres y otra de dos, por supuesto), y con otra gente que poblaba el Campamento Nacional de Montaña en el que se celebraba el 75 aniversario de la primera escalada al Naranjo. Corría (que se las pelaba) el año 1.979. Pude andar junto a Teógenes Díaz en una marcha por el Cares, compartir con montañeros que han escrito las primeras páginas de la escalada en España. Pude preguntar en las tertulias nocturnas mis dudas a Jordi Pons, a Miguel Ángel García Gallego. Pude comer un “bollo preñao” con Jerónimo López. En fin, que pude entablar cierta amistad con gente a la que luego frecuentaría más adelante.

Aprendí mucho en aquellos años. Disfruté más aún. Y para que quede constancia de aquella época he pensado compartir la susodicha foto que he guardado desde entonces con mucho cariño. Tengo otras fotos de otras escaladas (pocas a decir verdad), pero no sabría decir por qué a esta le tengo un cariño especial.

Y como entonces la mayoría de los que echáis un vistazo a éste post no me conocías, he decidido dejárosla ver. Pero solo un poquito.

martes, 20 de marzo de 2012

Un nuevo colega para la montaña.

Tendría que dar gracias a Dios todos los días por los amigos que tengo. Pero con frecuencia se me olvida hacerlo, debido fundamentalmente a que los tengo cada vez que quiero, no me da tiempo a echarlos en falta. Unos u otros siempre están ahí, sin darme tiempo a estar solo más allá del tiempo que yo deseo estarlo. Y el domingo ahí estuvieron otra vez, en esta ocasión andando por el monte que es nuestro medio natural de expresión, el sitio de nuestro recreo que diría la canción. Es ese lugar en el que todos nosotros somos más nosotros mismos, donde reímos con ganas y sin artificio, donde callamos sin reservas el tiempo que necesitamos sin que el silencio nos moleste.

Y entre risas y resbalones en el hielo, al que mis experimentadas posaderas volvieron una vez mas a tomar la temperatura de golpe, allí estaba un compañero de ruta especial. Alguien que estuvo toda la jornada pendiente de mí. Discreta y calladamente, pero pendiente de cada movimiento que yo hacía. Por primera vez desde que salimos juntos al monte sentí a mi hija como un compañero más, no como alguien de quien tengo que ir pendiente, si no de uno más de nosotros. Estuvo tranquila en los pasos en que algunos adultos hacían aspavientos, preocupada cuando yo hacía volatines en la pista de patinaje, divertida con las bromas, participativa en las conversaciones pero sin salir del espacio que por edad le toca. Después de comer, ella (y yo) teníamos frío, con lo que nos adelantamos en la salida a los demás. Y estuvimos un rato solos andando. Me fue comentando durante ese rato sus impresiones sobre lo acontecido en el día, se preocupaba de que yo fuese andando por el sol para que recuperase calor, me gastaba bromas, éramos cómplices.

Luego, todos agrupados otra vez después de un rato buscando truchas juntos, ella seguía caminando a mi lado. No hubo quejas de la distancia, ni del frío, ni de nada. Disfrutó de verdad. Y todo ello me recordó cuando yo a su edad compartía jornadas montañeras con gente bastante mayor que yo y que me enseñó tanto. Yo tuve más suerte que ella, porque mis compañeros eran gente con una experiencia muchísimo más valiosa que la mía, pero a cambio yo tengo el compromiso de entregarle lo que se y lo que me enseñaron, que fue mucho. Además si en algo cuenta el orgullo que siente el que enseña, en mi caso estoy convencido de que nadie habrá más henchido que yo ante semejante alumno.

Ya no se conforma con ir y venir, pregunta acerca de las cuestiones técnicas. Se informa de las cimas de los alrededores. Y ya hace peticiones de los sitios a los que quiere subir. Es mucho comparado con lo que he visto en los últimos años en los adultos.

Y no es pasión de padre, de verdad que es buena compañera para la montaña. A poco que aprenda bien algunas técnicas y gane un poco de autonomía no habrá quien la eche el guante. He visto bastantes aprendices de brujo y esta apunta maneras.

Y con ella, con mi santa y con mis amigos disfruté de un domingo en el que brillaron por igual el sol y el frío. Un domingo en el que descubrí por primera vez en mi hija el primer rasgo de lo que siempre he deseado ver, como cuando un escultor empieza a ver la obra en la piedra que va cincelando. No quiero atar su futuro a mis deseos, pero si quiero disfrutar junto a ella de lo que para mi es el centro de mi vida. Que elija la profesión que quiera, que haga con su vida lo que le de la gana, pero que no pierda el gusto de sacar a paseo a su padre con una mochila a la espalda.

La montaña para algunos de nosotros es tan importante como pueda serlo nuestra profesión, e incluso tanto como nuestra religión o en su caso el esquema moral que cada uno tenga. Nos ha hecho ser como somos, nos ha forjado el carácter y la voluntad. Y además, como si fuera una tarta de cumpleaños, nos ha puesto por encima esos adornos tan bonitos y tan dulces que son los amigos. Amigos que sin la montaña probablemente no tendríamos. Todo ello forma una unidad indisoluble.

Y mi hija ya es una de las guindas de la tarta.

martes, 6 de marzo de 2012

Cosas de niños de casi cincuenta.

Hace cuarenta años compartíamos pupitre. El otro día compartimos un cocido. Fantástico. Fantástico el cocido y fantástico el rato que pasamos.
Está bien que de vez en cuando el pasado de una patada a la puerta de la normalidad y okupe el presente, así, de golpe y porrazo. Tras décadas de olvido una ráfaga de viento quitó el polvo a los recuerdos y volvieron a brillar los rostros de los compañeros, las portadas de los libros, los juegos y aquel proceso de aprendizaje que empezaba a ponerse en marcha.
A Karlos le había visto ya antes, ya habíamos iniciado la recuperación de los recuerdos, pero ciertamente fue con Gonzalo con quien la maquinaria se puso definitivamente en marcha. Quizá Karlos ha necesitado más espacio para los nuevos conocimientos y ha tenido que tirar lastres que no eran útiles mientras que Gonzalo y yo nos hemos ido apañando con menos espacio, lo cierto es que parece que nos acordamos de más cosas. No es importante, desde luego. Lo importante es el espíritu con el que se recuerdan las cosas, no la claridad de las imágenes.
Todo empezó en un aula que albergaba a unos cuarenta arrapiezos con todo su futuro por delante. Verdaderos diamantes verdaderamente en bruto. Y el primer joyero encargado de tallarlos se llamó Juan Bonet. Nuestro primer profesor. Como ninguno teníamos experiencia anterior en el colegio (salvo los que pasamos por párvulos, que entonces no era obligatorio), no podíamos comparar, pero la cosa empezó amena.
Recuerdo algunos detalles significativos de aquel curso. En cuanto hacía buen tiempo nuestro profesor nos sacaba a la calle. Quiero recordar que éramos cuarenta y no había profesores de apoyo ni auxiliares para control de la manada, ni perros pastores. Una de las veces nos llevó andando desde el colegio hasta el Cementerio Civil (y vuelta) donde pudimos ver las tumbas de Pío Baroja, de Pablo Iglesias, etc. Al volver a casa yo lo conté con toda la naturalidad. Naturalidad que faltaba en los adultos a la hora de encajar el asunto (era el año 68, creo). En otra ocasión nos llevó a visitar a unos gitanos que estaban acampados en unos terrenos relativamente próximos al colegio. Ellos nos contaron sus costumbres mientras nosotros abríamos los ojos con absoluta falta de prejuicios. Y yo al volver a casa lo expliqué de nuevo con la misma naturalidad de la otra vez.
Si permanecíamos en el aula hacíamos ejercicios de lectura de un libro de cuentos que aún conservo, y sobre todo cantábamos. Por si alguien se acuerda pongo abajo un link a una página web que contiene la canción traducida del Tío Pep que nos enseñó aquel buen maestro orgulloso de su lengua materna. Era valenciano.
Me viene también a la cabeza un compañero más que no estaba matriculado. Se llamaba Alfonso. Era un vecino algo mayor que nosotros que no iba al colegio porque tenía síndrome de Down. Entonces las cosas eran así. Me parece estar viéndole, armado siempre de un rastrillo de plástico que usaba como herramienta multiuso y que una vez acabó haciendo trizas un disco que estábamos escuchando en uno de aquellos pickup “portátiles” de la época. Alfonso aparecía de vez en cuando en la puerta de clase y Don Juan le hacía sentarse con nosotros a compartir nuestra clase. Se sumaba también a nuestros juegos en el recreo y a la salida del cole. Como uno más. Años después han hecho algo así de forma oficial y le han llamado integración.
Y en esas condiciones empezó nuestro aprendizaje en aquel colegio. Muchos años después al encontrarme con distintos compañeros de esos años, aunque sea fugazmente, he podido comprobar que los niveles académicos alcanzados han sido heterogéneos, pero en general se había conseguido el objetivo que yo me he marcado para con mi hija. Formar personas. Y además buenas personas. No es poco.
Mis padres habían elegido ese colegio por proximidad y porque alguien se lo había recomendado. Tiempo después supe que aquel centro tenía un ideario y que estaba basado en los preceptos que sentó en su día la Institución Libre de Enseñanza.
Lo cierto es que con profesores mejores y peores el tiempo fue transcurriendo y dejando un recuerdo maravilloso de aquellos años absolutamente felices entre rodillas llenas de costras, amistad y descubrimientos.
¡Qué bonito está siendo recordarlo! Gracias amigos por hacerme revivir tan buenos momentos.

Otro día le daremos un repasito a los personajes que formaron el cuento, que no tienen desperdicio.

Link para la canción del Tío Pep:

http://www.comarcarural.com/valencia/musica/eltiopep.htm

jueves, 1 de marzo de 2012

De Silvio a Milanés y tiro porque me toca.

Siempre me pasa lo mismo. Empiezo escuchando a Silvio Rodríguez y acabo sujetando la lágrima con Pablo Milanés. Y es que las canciones siempre nos traen detrás recuerdos, amigos, sensaciones y estados de ánimo. Y me pasa porque detrás de la canción que pego por ahí abajo está un amigo que fue compañero de pateos montañeros. El buen Luigi. Era (o es) chileno-español-italiano, por eso lo de Luigi, porque su nombre era Luis. Tenía tras de sí una historia terrible, que a los dieciséis años de edad no pude digerir completamente y creo que me marcó para siempre. Había nacido en Chile hijo de un español que no comulgaba con el régimen al uso y tuvo que salir por patas para poder seguir siendo libre (ya se nos olvida, pero aquí pasaban esas cosas). Y eligió Chile, donde conoció a una italiana con la que se casó. Tuvieron dos hijos, Federico y Luis. Formaban una familia normal. Años después un golpe militar que acababa con las ilusiones políticas honestas de un mundo mejor, acabó también con esa familia. El paraíso de libertad se tornó esta vez en el último trayecto del viaje. Mi amigo Luigi me contaba como delante de él y de su hermano aquellos militares acabaron con sus padres y de cómo les hicieron presenciar todas aquellas atrocidades para que aprendiesen lo que les pasaba a los filocomunistas. Después paradójicamente su viaje en busca de la libertad lo hicieron de vuelta aquí, donde la familia de su padre los recogió. Luigi era un buen muchacho, incapaz de una acción violenta. Siempre pendiente de los demás, a pesar de su propia fragilidad. Poco tiempo después cambió de colegio y perdimos el contacto, pero su historia viene conmigo desde entonces. Y se lo agradezco, porque me hizo ver como alguien puede superar algo tan terrible a base de darse a los demás, quizá en una huida de sí mismo y de su pasado. Pero no he superado aquella cuestión. Y cada vez que oigo esta canción se me ponen los pelos de punta y la rabia acaba con mi cansancio y con mi acomodo. Y empiezo a ver los recortes de derechos, las injusticias de la “justicia” y me pongo de mala leche. Porque hay muchas maneras de acabar con la libertad y de asfixiar a una sociedad. No solo con un fusil. Con todo lo que han dado otros por la libertad, los que no luchamos por nuestros derechos no merecemos nada.