viernes, 5 de septiembre de 2014
Esos locos bajitos.
Esos locos bajitos (Serrat)
Ya no es bajita. Y no parece estar loca, lo cierto es que según sigue la canción, a menudo se me parece.
Me enorgullece cuando reconozco en ella algunos de mis gestos, cuando la veo correr entrenando en la playa como yo hice tantas veces. Me gusta cuando le veo esos gestos que definen su carácter y el mío.
No le llego a la suela de los zapatos, ella parece haber heredado la inteligencia de su madre y entre las dos me tienen absolutamente eclipsado. Pero su afición al deporte, su entrega, su constante esfuerzo me recuerdan otros tiempos en los que yo hacía cosas parecidas.
Juega al sóftbol, yo lo hacía al béisbol, pero al margen de las diferencias entre ambos deportes, ella es infinitamente mejor que yo. En la montaña actualmente su forma física me deja más que en evidencia, aunque ahí todavía las técnicas del viejo están por encima, pero es sólo cosa de acumulación de experiencia y años.
En los estudios no da más que alegrías, yo a su edad ya daba algún disgusto, aunque luego recuperase, pero era más guerrero.
Es consciente de las situaciones que la rodean a un nivel que algunos adultos no alcanzan. Es seria y cumplidora.
Su sonrisa permanente recuerda a la de su madre. Siempre alegre, siempre dispuesta.
Es fuerte por dentro y por fuera. La vida ya le ha ido poniendo palos en las ruedas con situaciones que ella ha sabido superar. Ya ha conocido tristes desengaños de falsas amistades, en cierto modo algunas formas de acoso que sufren a veces aquellos que despuntan en algo a cargo de los mediocres que no pueden estar a la altura. Y lo ha superado con nota, reinventándose a sí misma, volviendo a empezar y tejiendo nuevas relaciones mucho más reconfortantes.
Su afición a la música va creciendo tal y como en mí también lo hizo. Tiene interés por todo aquello que tiene calidad. Desde la ópera hasta el heavy ha ido picoteando por casi todos los géneros apreciando lo bueno de cada uno de ellos. Sigue en constante aprendizaje y es increíble su capacidad.
Me importa poco que penséis que todo esto son exageraciones de un padre que babea. Porque sí, babeo y no me importa y estoy orgullosísimo.
Me cuesta escribir cosas como esta, desnudar mi sentimiento hacia mi hija, pero necesitaba hacerlo. Me ha dado un verano que no me lo merezco. A pesar de las discusiones acerca de aquella luz que no alumbra a nadie o de la falta de orden en su cuarto. A pesar de las fricciones que da la convivencia tengo que reconocer que es alguien excepcional. Y no es pasión de padre (solamente). Quienes la conocen pueden dar fe de que no es alguien vulgar. Tiene su propia luz.
Tiene sólo trece años y no sé hasta donde puede llegar, las bases están ahí. Ella construirá a partir de ahora su propio futuro. Y sea el que sea, que le de la mayor cuota de felicidad posible. Tiene las herramientas para moldear la vida como ella quiera. Capacidad no le falta. Y todavía mantiene un punto de inocencia que me da un cierto margen, que me provoca mucha ternura al verlo en alguien que me saca ya una cabeza.
viernes, 22 de agosto de 2014
La cuerda.
Es recurrente para los escaladores el tema de la importancia de la cuerda.
En su elección pesan muchos factores y más cuanto más moderno resulta el material, porque inciden diferentes parámetros. La longitud, el diámetro, el peso, la forma de uso. La decisión es muy personal, pero siempre ha de tomarse pensando como primer principio en aquello para lo que está diseñada. La seguridad.
De nada nos sirve el uso inadecuado de una cuerda cuando no está facilitándonos la seguridad adecuada al momento. Sirve para detener nuestra caída, no para decorar. En muchos casos he conocido accidentes fatales debido al mal uso, o a una elección inadecuada.
Se pueden usar en simple, doble o como gemelas, siempre siguiendo las instrucciones del fabricante y tratando de adaptar su uso a las recomendaciones de su construcción. Así, no vale lo mismo una cuerda para rocódromo que otra para usar en hielo, ni es lo mismo el uso de una para escalada deportiva u otra para “randonee”. Cada una tiene sus particularidades y hay que informarse bien antes de su compra, ya que resulta necio cargar con un peso que luego no nos va a servir para lo que deseamos hacer. Aún más necio resultará ver cómo se rompe cuando nos tiene que sostener.
Actualmente disponemos de una oferta grandísima a la que se ha unido también la certificación de la UIAA para la impermeabilidad. Las viejas cuerdas absorbían un porcentaje de agua muchísimo mayor que las actuales, pero además ahora hay camisas casi hidrófugas que para nieve y hielo dan unas prestaciones otrora impensables. Además el alma cada vez es más ligera y ello permite acarrear con el mismo peso cuerdas más largas.
No obstante la elección ha de centrarse en la actividad que desarrollamos, y nunca pensar que la cuerda es tan polivalente como para “servir para todo”. Ello puede ir en detrimento no sólo de nuestra seguridad, si no también de la propia cuerda, que al ser utilizada en un entorno para el que no está diseñada, se deteriorará con mayor facilidad.
La cuerda nos ata a la vida. No es exagerar. Es el único elemento que a la hora de una caída nos garantiza con su adecuado uso no caer al vacío, o reventarnos contra la roca o el hielo. Por ello siempre he tenido especial cuidado y cariño con esa pieza del equipo.
Las he tenido de diferentes marcas, Mammut, Roca, Beal, Edelweiss, siempre orientadas al uso que preferentemente iba a hacer. Sin escatimar en el precio ni en ocasiones en el peso, ya que el argumento a la hora de la seguridad no puede ser ese.
Tras mi experiencia la cuerda que ahora me une con la vida es la de la foto. No es barata ni ligera, pero es la más adecuada a mi momento. Me une a la vida y me da seguridad.
jueves, 7 de agosto de 2014
Volver.
Mira que soy raro.
Cuando vuelvo a un sitio que he visitado previamente, no sólo busco las referencias del paisaje físico, tanto natural como urbano. Me gusta encontrar las rocas en su sitio, que no hayan desaparecido las tiendas que conocí, que las calles mantengan el mismo sentido de circulación, me molestan en general los cambios. Pero sobre todo necesito que el paisaje humano continúe estando igual. No sé si os pasará a los demás, pero yo me fijo mucho en los personajes habituales y hasta me atrevo con el tiempo a cruzar con ellos un buenas tardes. Aunque nunca llegue a saber sus nombres. Incluso en otros casos, como me pasa con el maitre de La Albahaca, con el que cada vez que visito ese paraíso gastronómico en medio del Barrio de Santa Cruz, tenemos largas conversaciones. Nos apreciamos en la distancia. Sin compromisos, sin artificios. Es una especie de amistad relevada de toda pompa.
Y le necesito. No puedo ir a Sevilla y no pasar por allí a charlar un rato. Es como no haber ido.
También en Conil busco al viejo pescador, que cada vez más enjuto se sienta en un banco del paseo a jalear a las extranjeras (alguna nacional se cuela a su ojo experto) y a mirar al mar. Con él no he llegado después de cuatro años a más que un saludo de meneo de cabeza, pero si voy allí y no le veo, me falta algo.
Puede que se trate de una forma de salvar mi desarraigo de cualquier lugar, una manera de rellenar un afecto que no tengo en casi ningún sitio, pero como con ello no hago daño a nadie no he valorado psicoanalizarme.
Y estos días de sur les he vuelto a ver a los dos. A mi amigo de La Albahaca, con el que estuvimos un buen rato charlando de lo divinamente bien que van las cosas y lo estupenda que se presenta la recuperación económica. De lo hasta arriba que se ponen los restaurantes estos días y de los siete años de auge económico que estamos viviendo (léase en tono irónico).
Con el pescador, no he cruzado palabra. Pero le he visto más cascado. Cada vez está más en el bar y menos en el paseo y le veo moverse con mayor dificultad. No obstante no nos falta el saludo y la sonrisa cuando nos cruzamos.
Y así por cada sitio que paso, siempre buscando la referencia personal, siempre queriendo mantener a mi alrededor un entorno estable. Y cada vez lo tengo más difícil. Los negocios cierran, los personajes desaparecen y las calles cambian de sentido a criterio de incompetentes munícipes que sólo sirven a intereses bastardos. Pero eso no me hace desanimarme. Supero mi tristeza y busco una nueva referencia, porque siempre están ahí. Siempre estamos ahí, porque quizá yo sea también una baliza para algún desconocido. Quien sabe si no me andan buscando por algún sitio. Y a mí no me da la gana desaparecer. Pienso seguir prestando mis servicios como elemento del paisanaje.
Para mí son personas sin nombre, pero no por ello menos importantes que muchos aquellos de los que conozco muchos detalles y que sin embargo no me aportan la tranquilidad que mis anónimos me dan. Ya digo, soy muy raro.
martes, 27 de mayo de 2014
Elogio de lo pequeño.
Confieso que no he votado. Sé que la mayoría de mis amigos, demócratas de los de verdad, no de los que pregonan serlo me afearán la conducta, pero tengo la absoluta convicción de que ninguna de las candidaturas me representa. Estoy seguro de que más tarde o más temprano me habría arrepentido de depositar mi confianza en alguno de los candidatos y que al final me hubiera sentido traicionado. Como ya me ocurrió en el pasado. Dice el refrán que gato escaldado del agua huye.
Pero la campaña electoral y los resultados de la misma me dejan un buen sabor de boca porque parece que empiezan a invertirse las fuerzas. Parece que las pequeñas iniciativas, apoyadas en las redes sociales empiezan a tener una potencialidad que con los tradicionales sistemas propagandísticos no era imaginable. La irrupción de pequeños partidos sin grandes presupuestos, con el trabajo por detrás de plataformas ciudadanas que sustituyen a la militancia activa convencional es una entrada de aire fresco al sistema.
Independientemente de las ideologías, parece que ahora es posible que una opción política pueda llegar a los ciudadanos y ser una realidad electoral sin necesidad de hipotecas bancarias ni de otra índole. Hemos pasado de una vez por todas de la era de la televisión a la de internet, con la apertura participativa que ello representa.
Y la cosa me agrada. Me agrada mucho.
Eso no quita para que uno tenga el tufillo de que lo que en el sistema se desarrolla en el sistema queda. Gente como Ada Colau se resiste a entrar en política. Gente que desarrolla desde las plataformas sociales un trabajo inmenso y que prefiere seguir ahí. Quizá ese es mi ámbito. Estoy por la colaboración en esos entornos, pero me da vértigo el paso a la política. Prefiero a los que se quieren quedar trabajando enfrente del sistema que los que se integran en él.
Hoy un compañero de trabajo me preguntaba cuál era mi alternativa, que si era la revolución. Y tengo clara la respuesta. Si nadie pide la revolución, el sistema no se mueve. Ante el inmovilismo que cualquier sistema tiende a generar, tiene que haber un número suficiente de ilusos que desde fuera del mismo queramos derribarle o al menos transformarle para que algo pueda evolucionar.
Sin el 15M no hubieran sido posibles algunas transformaciones (insuficientes) en los procedimientos hipotecarios, sin los movimientos antimilitaristas no se hubiese producido el final del servicio militar obligatorio y hay miles de ejemplos de cómo son necesarias las pequeñas revoluciones para impulsar los cambios.
Desde mi modestísima opinión, no es muy lícito clamar contra el sistema y luego jugar desde dentro de él. Se pueden mostrar desacuerdos y estar integrado, pero cuando uno no se siente representado en el sistema lo mejor que puede hacer es acatarlo, porque no hay otra opción, pero no participar. Quizá sean reminiscencias de un anarquismo incurable. Por eso mi opción es no participar de lo que considero que al final es una farsa en la que al final todos los participantes se convierten en lo mismo.
Tengo desgraciados ejemplos en el municipio en el que habito de que no se trata de un problema de colores políticos si no de mal ejercicio del poder. Y afecta a todos.
Sin tener aparentemente nada que ver, quiero también mostrar mi alegría por la riquísima oferta que en Madrid se está produciendo a nivel de espectáculos teatrales. Más próximos a lo que fue teatro experimental que a las funciones clásicas, existe una programación interesantísima protagonizada por reconocidos actores que en pequeñas salas representan guiones que nos son mucho más próximos que lo que hasta ahora se nos ofrecía.
La proximidad del público en las pequeñas salas, la ausencia de elementos de atrezzo, la poca cantidad de gente tanto en escena como detrás, dan a estas obras en mi opinión una veracidad de la que carecen las producciones al uso.
Y tiene que ver con lo anterior porque se trata otra vez de lo pequeño. En estos tiempos en los que se han esfumado las subvenciones a la cultura, en los que hay una crisis de ideas tan importante, es necesario que existan las pequeñas alternativas. A modo de ensayo, de prueba y error, vamos construyendo futuro y cultura desde abajo. Ya no estamos esperando a que nos sirvan algo precocinado, estamos participando casi en la génesis de la obra. Y por supuesto nos sentimos identificados con lo que ocurre en escena.
Igualmente atractivas me resultan algunas pequeñas ediciones literarias en las que el propio autor es el que se edita con gran esfuerzo, pero con absoluta libertad. Ojalá represente el final del yugo al que se han visto sometidos tantos escritores de talento que han sido apartados en favor de otros elementos sin ninguna gracia creativa. El mundo de la autoedición nos abre las puertas de la libertad narrativa, aunque está por desarrollar de forma adecuada. Sería mucho más efectiva una relación directa escritor-lector que las actuales tecnologías permiten perfectamente, aunque las editoriales tradicionales ya pondrán todas las trabas que se les ocurran a su desarrollo.
Todo esto, la política que se mueve en los submundos de las redes sociales, la cultura casi underground, el arte y el pensamiento en pequeñas iniciativas, me recuerda mucho a aquel periodo de entreguerras de mi admirada Europa. La Europa en la que creí, la de los movimientos artísticos y culturales, la que supo reinventarse y desde la que no hemos visto nada espectacularmente nuevo.
Y es mi esperanza, la esperanza de que muchos pequeños impulsos puedan generar una nueva sociedad, un nuevo modelo que no excluya la autocrítica, que crea en el hombre y que aparque para siempre esa autodestrucción permanente a la que nos sometemos.
Un mundo de lo pequeño, en el que cada uno aporte su granito de arena en la construcción de una nueva realidad.
martes, 29 de abril de 2014
Al otro lado del espejo.
Un bar del centro de Madrid. Sábado por la tarde-noche. La barra está llena de gente y las mesas abarrotadas. Veo una de ellas rodeada por siete amigos que hablan animadamente.
Me encanta ver el juego de miradas entre ellos sin prestar atención a su conversación. Porque la conversación es lo de menos, lo verdaderamente esencial es el juego de complicidades y cómo la telaraña de las relaciones les interconecta a todos. Cada uno de ellos ha llegado al grupo a través de otro amigo y al final forman una única red. Una red sólida.
De repente el del bigote, el alto del pelo rapado y el que más sonríe cantan sin hacer mucho ruido para no molestar al resto y en los ojos del bajito de barbas se adivina la voluntad de cantar aunque parece que algo se lo impide. Se miran, se abrazan. Las tres chicas sonríen continuamente. Es la expresión sincera de la amistad. Gente que comparte momentos felices.
El alto del pelo rapado mira al bajito de la barba como queriendo hacer una fotografía que no se borre nunca, como si algo se lo fuera a arrebatar de repente. Mientras, el observado, que se ha dado cuenta, algo azorado disimula como para quitar importancia al momento, como queriendo escapar.
El que más sonríe, a su lado, comparte historias y aventuras. El resto le escucha divertido. Las chicas cuentan también sus cosas. La del pelo más largo y gafas cuenta poco y escucha mucho. La del pelo corto y las gafas sabe más de lo que cuenta y la morena cuenta historias propias que son un ejemplo.
Siguen las risas. Aparecen velas de cumpleaños. Más canciones. Más miradas que se cruzan. Otra botella de sidra y más tortilla. Más chistorra y bromas del del bigote. Ironía fina.
De repente el bajito de la barba se da cuenta de que le estoy mirando y me fulmina con una mirada desafiante, como diciendo que no es un moñas, que son sus amigos y hacen lo que les da la gana.
Bajo los ojos y me doy la vuelta. Sigo oyendo sus cantos y sus risas. Me dan envidia.
Tras un rato me voy a casa paseando. Le voy dando vueltas a la vida, a los años. A muchas experiencias, a mucha gente conocida.
Llego al fin. Es tarde. Ellos seguirán riendo y cantando. Me voy al baño y me miro en el espejo. Para mi sorpresa desde el otro lado del espejo me mira el bajito de las barbas. Y me doy cuenta de que soy una de las personas más felices de este mundo. Y agradezco cada día que pasa poder compartir esos ratos felices. Porque son mi razón de estar, porque son mi reflejo y porque son mi voz.
Me encanta ver el juego de miradas entre ellos sin prestar atención a su conversación. Porque la conversación es lo de menos, lo verdaderamente esencial es el juego de complicidades y cómo la telaraña de las relaciones les interconecta a todos. Cada uno de ellos ha llegado al grupo a través de otro amigo y al final forman una única red. Una red sólida.
De repente el del bigote, el alto del pelo rapado y el que más sonríe cantan sin hacer mucho ruido para no molestar al resto y en los ojos del bajito de barbas se adivina la voluntad de cantar aunque parece que algo se lo impide. Se miran, se abrazan. Las tres chicas sonríen continuamente. Es la expresión sincera de la amistad. Gente que comparte momentos felices.
El alto del pelo rapado mira al bajito de la barba como queriendo hacer una fotografía que no se borre nunca, como si algo se lo fuera a arrebatar de repente. Mientras, el observado, que se ha dado cuenta, algo azorado disimula como para quitar importancia al momento, como queriendo escapar.
El que más sonríe, a su lado, comparte historias y aventuras. El resto le escucha divertido. Las chicas cuentan también sus cosas. La del pelo más largo y gafas cuenta poco y escucha mucho. La del pelo corto y las gafas sabe más de lo que cuenta y la morena cuenta historias propias que son un ejemplo.
Siguen las risas. Aparecen velas de cumpleaños. Más canciones. Más miradas que se cruzan. Otra botella de sidra y más tortilla. Más chistorra y bromas del del bigote. Ironía fina.
De repente el bajito de la barba se da cuenta de que le estoy mirando y me fulmina con una mirada desafiante, como diciendo que no es un moñas, que son sus amigos y hacen lo que les da la gana.
Bajo los ojos y me doy la vuelta. Sigo oyendo sus cantos y sus risas. Me dan envidia.
Tras un rato me voy a casa paseando. Le voy dando vueltas a la vida, a los años. A muchas experiencias, a mucha gente conocida.
Llego al fin. Es tarde. Ellos seguirán riendo y cantando. Me voy al baño y me miro en el espejo. Para mi sorpresa desde el otro lado del espejo me mira el bajito de las barbas. Y me doy cuenta de que soy una de las personas más felices de este mundo. Y agradezco cada día que pasa poder compartir esos ratos felices. Porque son mi razón de estar, porque son mi reflejo y porque son mi voz.
martes, 11 de marzo de 2014
Una noche en la ópera.
Mi visión de la ópera es la de un espectáculo total, quizá el más completo que existe. En ella intervienen diferentes disciplinas. Música, teatro, diseño, moda, incluso hasta arquitectura en la elaboración de algunos espacios escénicos. Un espectáculo que creo debe estar al alcance de todos y que es importante hacer llegar a los más jóvenes ya que es una excelente herramienta para desarrollar la sensibilidad.
Dicho esto, contaré que el viernes pasado daba una vuelta por el centro de Madrid mientras esperaba a que mi hija acabase su clase de música y me encontré que el Teatro Reina Victoria anunciaba el estreno para esa misma noche de Rigoletto. Algo absolutamente inusual ya que en mi ciudad aparte del Teatro Real y ocasionalmente el de la Zarzuela la ópera no se asoma así como así, salvo alguna que otra función de verano que se ha dado en el Conde Duque en versión de concierto. Como aquello me gusta mucho, miro interesado el cartel anunciador con el elenco del que no conozco a nadie, pero tratándose de una producción de esas características, es normal.
Animado por la idea de que nuestros jóvenes músicos cada vez están mejor formados y que en su día disfruté de las funciones que se realizaron en el Teatro Calderón bajo el mecenazgo de José Luis Moreno, me acerco a la taquilla esperando encontrar algo humilde pero de calidad. Faltaban diez minutos para la apertura vespertina y esperé con la esperanza de encontrar entradas.
Estoy acostumbrado a que mi asistencia a estos espectáculos es premeditada y alevosa, porque en los grandes teatros (que es su ámbito natural), la adquisición de las entradas debe hacerse con mucho tiempo ya que el número de representaciones es limitado. Pero en este caso encontré entradas para esa misma noche sin problema alguno. Butacas de patio centraditas.
Recogimos a nuestra hija con la ilusión de asistir a un estreno de forma inesperada y nada menos que Rigoletto. Una obra fácil de escuchar por su abundancia de melodías reconocibles y por ser muy conocida. Entramos en el teatro y nos dispusimos a esperar el comienzo.
De primeras la cosa se retrasaba un poco (lo normal), motivo por el que el director del teatro aparece en el escenario (sorpresa para mí, es el Señor Cornejo) y se disculpa. Hace un alegato sobre la iniciativa privada y la falta de subvenciones. Le escuchamos con dificultad porque la algarabía generada por los propios trabajadores del recinto impide la audición, hasta que un airado espectador les monta la de Dios es Cristo y les hace callar. Interesante forma de empezar.
Al rato, aparece el director de orquesta (ataviado con blusón negro al estilo horchatero valenciano), saluda, se sienta en una sillita y no empieza a dirigir porque falta luz en algunos atriles de los músicos. Tras veinte minutos de idas y venidas de lo que debía ser un electricista se soluciona el percance y éste es aplaudido como el primer triunfador de la noche.
Levanta el director la batuta y atacan los metales la primera nota de la obertura. Y atacan en desorden. Dan paso a las cuerdas que también parecen un ejército un tanto indisciplinado. Lejos de la sombría presentación del drama al que vamos a asistir, el exceso de colorido (llamémosle así) parece que va a ser seguido de algún sainete divertido.
Tras la desconcertante introducción, entra en escena la parte vocal, comandada por un Rigoletto vocalmente capaz pero musicalmente corto y un Duque de Mantua flojo de potencia y con un impropio exceso de pluma para el conquistador de féminas que cabe esperar. Y luego lo entendí, porque las plumas debían ser de los gallos que traía dentro el individuo.
La ópera se fue desarrollando entre desaciertos orquestales y desatinos canoros, hasta el punto en el que mientras en el escenario un desesperado Rigoletto intenta evitar el secuestro y violación de su hija, en el patio de butacas el personal se partía el pecho de la risa. Tal era la tensión musical y argumental creada. Y tal era el desconocimiento del respetable de la obra. No es imputable además el desfase conductivo del público respecto de la obra al desconocimiento lingüístico, ya que sobre el escenario en una pantalla se proyectaba en español y en inglés la traducción simultánea del texto, con lo que sabiendo leer ya tenía uno lo básico para irse enterando. Por otra parte las famosísimas notas de Verdi fueron juntadas de forma que no había forma humana de reconocer el original en aquella deconstrucción.
De la escenografía y el vestuario, diré que he perdonado cosas peores aunque siempre han venido envueltas en una calidad musical diferente. Recuerdo en La Bastilla una Madama Butterfly en cuyo escenario no había más que una silla. La orquesta y la voz de Aragall me hicieron ver todo el mobiliario. Juro que vi en el medio de París el barco de Pinkerton atracando en el puerto. Pero esta vez la carencia era global. No obstante me parece algo menor tratándose de un pequeño teatro en el que es difícil encajar una obra de estas características. Aunque al menos el vestuario, siendo una producción de Cornejo, podía haber estado más cuidado.
El público asistente era en gran parte familia o amigos de los autores del desatino con lo que se podían explicar los bravos y los encendidos aplausos que se escuchaban tras cada atentado que se produjo a la integridad musical. Se recibieron con gran éxito unas coreografías como de musical venido a menos que aún estoy intentando justificar argumental y musicalmente.
Los asistentes que por contra parecían más bragados en estas lides mostraba claramente su disconformidad con lo expuesto en las tablas.
No es de recibo para mí, que habiendo cantantes de calidad y músicos en general capaces de un trabajo digno y profesional, se ofrezca en una ciudad como Madrid un tatachún de éste calibre. Probablemente se alimentará de turistas de paso y de pobre gente bienintencionada que quiera acercarse a la ópera. El problema es que daremos una imagen muy lamentable a los primeros y alejaremos definitivamente a los segundos.
Volvemos como siempre a ser la ciudad del precocinado, de la imitación, de los trileros. Volvemos a vender paellas congeladas de esas que no son atractivas ni en las fotos multicolor de los anuncios. Volvemos a burlarnos del arte y de la cultura. Lástima.
Y salí aquel viernes del teatro sin aplaudir porque no vi Rigoletto por ninguna parte. Y me acordé de las tardes tan estupendas que pasé viendo aquellas humildísimas pero correctas funciones del Teatro Calderón.
Para colmo, como demostración de lo poquito que nos importa la cuestión, no se ha producido en los días posteriores ni el más mínimo comentario ni crítica a favor o en contra de lo visto en ninguno de los periódicos que sí anunciaron que aquello se iba a perpetrar.
Como si no hubiese críticos musicales en Madrid. Como si no hubiese existido la función. A lo mejor ha sido simplemente una pesadilla de un pobre aficionado.
Dicho esto, contaré que el viernes pasado daba una vuelta por el centro de Madrid mientras esperaba a que mi hija acabase su clase de música y me encontré que el Teatro Reina Victoria anunciaba el estreno para esa misma noche de Rigoletto. Algo absolutamente inusual ya que en mi ciudad aparte del Teatro Real y ocasionalmente el de la Zarzuela la ópera no se asoma así como así, salvo alguna que otra función de verano que se ha dado en el Conde Duque en versión de concierto. Como aquello me gusta mucho, miro interesado el cartel anunciador con el elenco del que no conozco a nadie, pero tratándose de una producción de esas características, es normal.
Animado por la idea de que nuestros jóvenes músicos cada vez están mejor formados y que en su día disfruté de las funciones que se realizaron en el Teatro Calderón bajo el mecenazgo de José Luis Moreno, me acerco a la taquilla esperando encontrar algo humilde pero de calidad. Faltaban diez minutos para la apertura vespertina y esperé con la esperanza de encontrar entradas.
Estoy acostumbrado a que mi asistencia a estos espectáculos es premeditada y alevosa, porque en los grandes teatros (que es su ámbito natural), la adquisición de las entradas debe hacerse con mucho tiempo ya que el número de representaciones es limitado. Pero en este caso encontré entradas para esa misma noche sin problema alguno. Butacas de patio centraditas.
Recogimos a nuestra hija con la ilusión de asistir a un estreno de forma inesperada y nada menos que Rigoletto. Una obra fácil de escuchar por su abundancia de melodías reconocibles y por ser muy conocida. Entramos en el teatro y nos dispusimos a esperar el comienzo.
De primeras la cosa se retrasaba un poco (lo normal), motivo por el que el director del teatro aparece en el escenario (sorpresa para mí, es el Señor Cornejo) y se disculpa. Hace un alegato sobre la iniciativa privada y la falta de subvenciones. Le escuchamos con dificultad porque la algarabía generada por los propios trabajadores del recinto impide la audición, hasta que un airado espectador les monta la de Dios es Cristo y les hace callar. Interesante forma de empezar.
Al rato, aparece el director de orquesta (ataviado con blusón negro al estilo horchatero valenciano), saluda, se sienta en una sillita y no empieza a dirigir porque falta luz en algunos atriles de los músicos. Tras veinte minutos de idas y venidas de lo que debía ser un electricista se soluciona el percance y éste es aplaudido como el primer triunfador de la noche.
Levanta el director la batuta y atacan los metales la primera nota de la obertura. Y atacan en desorden. Dan paso a las cuerdas que también parecen un ejército un tanto indisciplinado. Lejos de la sombría presentación del drama al que vamos a asistir, el exceso de colorido (llamémosle así) parece que va a ser seguido de algún sainete divertido.
Tras la desconcertante introducción, entra en escena la parte vocal, comandada por un Rigoletto vocalmente capaz pero musicalmente corto y un Duque de Mantua flojo de potencia y con un impropio exceso de pluma para el conquistador de féminas que cabe esperar. Y luego lo entendí, porque las plumas debían ser de los gallos que traía dentro el individuo.
La ópera se fue desarrollando entre desaciertos orquestales y desatinos canoros, hasta el punto en el que mientras en el escenario un desesperado Rigoletto intenta evitar el secuestro y violación de su hija, en el patio de butacas el personal se partía el pecho de la risa. Tal era la tensión musical y argumental creada. Y tal era el desconocimiento del respetable de la obra. No es imputable además el desfase conductivo del público respecto de la obra al desconocimiento lingüístico, ya que sobre el escenario en una pantalla se proyectaba en español y en inglés la traducción simultánea del texto, con lo que sabiendo leer ya tenía uno lo básico para irse enterando. Por otra parte las famosísimas notas de Verdi fueron juntadas de forma que no había forma humana de reconocer el original en aquella deconstrucción.
De la escenografía y el vestuario, diré que he perdonado cosas peores aunque siempre han venido envueltas en una calidad musical diferente. Recuerdo en La Bastilla una Madama Butterfly en cuyo escenario no había más que una silla. La orquesta y la voz de Aragall me hicieron ver todo el mobiliario. Juro que vi en el medio de París el barco de Pinkerton atracando en el puerto. Pero esta vez la carencia era global. No obstante me parece algo menor tratándose de un pequeño teatro en el que es difícil encajar una obra de estas características. Aunque al menos el vestuario, siendo una producción de Cornejo, podía haber estado más cuidado.
El público asistente era en gran parte familia o amigos de los autores del desatino con lo que se podían explicar los bravos y los encendidos aplausos que se escuchaban tras cada atentado que se produjo a la integridad musical. Se recibieron con gran éxito unas coreografías como de musical venido a menos que aún estoy intentando justificar argumental y musicalmente.
Los asistentes que por contra parecían más bragados en estas lides mostraba claramente su disconformidad con lo expuesto en las tablas.
No es de recibo para mí, que habiendo cantantes de calidad y músicos en general capaces de un trabajo digno y profesional, se ofrezca en una ciudad como Madrid un tatachún de éste calibre. Probablemente se alimentará de turistas de paso y de pobre gente bienintencionada que quiera acercarse a la ópera. El problema es que daremos una imagen muy lamentable a los primeros y alejaremos definitivamente a los segundos.
Volvemos como siempre a ser la ciudad del precocinado, de la imitación, de los trileros. Volvemos a vender paellas congeladas de esas que no son atractivas ni en las fotos multicolor de los anuncios. Volvemos a burlarnos del arte y de la cultura. Lástima.
Y salí aquel viernes del teatro sin aplaudir porque no vi Rigoletto por ninguna parte. Y me acordé de las tardes tan estupendas que pasé viendo aquellas humildísimas pero correctas funciones del Teatro Calderón.
Para colmo, como demostración de lo poquito que nos importa la cuestión, no se ha producido en los días posteriores ni el más mínimo comentario ni crítica a favor o en contra de lo visto en ninguno de los periódicos que sí anunciaron que aquello se iba a perpetrar.
Como si no hubiese críticos musicales en Madrid. Como si no hubiese existido la función. A lo mejor ha sido simplemente una pesadilla de un pobre aficionado.
viernes, 7 de marzo de 2014
Cristina.
Hemos coincidido poco. Mucho menos de lo que me gustaría. Nos presentó hace unos cuantos años un común amigo, de esos que cuando te presentan a alguien vienen avalados por una garantía de por vida. Es además compañera de trabajo de mi tutora personal.
En cuanto nos presentaron me quedó claro que se trataba de alguien especial. Hay personas (pocas) que tienen una luz especial, que irradian un algo que no sé definir, pero que se nota en cuanto las tienes delante. Ella tiene esa energía a raudales, como una especie de reactor nuclear del bien.
La primera impresión que recibí de ella fue impactante, pero cuando supe algunos detalles de su vida, comprendí que estaba delante de alguien absolutamente irrepetible.
Hay gente que va por la vida fastidiando a los demás, generando mal rollo por donde pasa, dejando un rastro de cadáveres a su paso. Otros sin embargo se empeñan en llenar el mundo de amor, han establecido una cruzada contra el mal y no van a parar hasta que se nos ponga una sonrisa en la cara a todos. Ella es de éste último grupo, de los que luchan sin odio, de los que pelean con uñas y dientes contra el mal sin hacer daño al enemigo.
Esa es la gente en la que está la única salida a este maldito mundo.
Y además tiene la fortaleza de hacer todo eso sin aparente esfuerzo, como algo natural.
Cada vez que la he visto sonreía. Me dicen que siempre es así. Aunque probablemente estos días en los que han llegado negras nubes a su universo estará sombría. O al menos es para estarlo.
La vida le ha arrebatado a alguien a quien quería. Alguien por quien apostó fuerte. Alguien por quien el mundo no daba nada. Alguien por el que lo dio todo. No quiero entrar en los hechos. Conocerlos más a fondo no me va a aportar nada. Una muerte injusta más. Una noticia más en el periódico con un drama cosido con una grapa. Como cualquier expediente. Me entristece por la víctima, por supuesto. Pero sobre todo estoy triste por ella. Por su sufrimiento.
Esta mierda de mundo ingrato se empeña en no premiar a quienes más lo merecen. Parece que quiera abocar al fracaso cualquier esfuerzo por el bien.
Pero a pesar del palo sé que ella volverá a llenar de abrazos a los que tenga a su alrededor, volverá a repartir sus sonrisas y seguirá dando todo cuanto tiene por los demás. Esa es su grandeza.
Me atrevo a escribir esto porque sé que ella no lo va a leer, pero necesito compartir mi rabia. Porque cuando los finales de las novelas están mal escritos no podemos devolver el libro, pero cuando lo que está mal escrito es el final de una vida te hace tambalear sobre tu moralidad.
Y aunque no venga a cuento le doy las gracias. Porque tengo la convicción de que lo que hace es mucho. Si unas monjas confinadas en un monasterio de clausura creen que su oración puede cambiar el mundo, por qué no voy a estar seguro yo de que con gente como Cristina estamos más cerca de la vida.
Un beso para Cristina y para todos sus amigos.
lunes, 3 de febrero de 2014
Las recapitulaciones del Café Griensteidl.
Es muy duro andar tdo el día
esquivando la opinión de los demás. Es muy cansino tener que
ponerse uno mismo cada día delante del espejo a dar explicaciones al
de enfrente por cosas que no son de uno, por traumas y desavenencias
del resto.
Si te defines de cualquier forma, si
expresas tus gustos, si manifiestas una preferencia, es motivo para
que el resto de la humanidad que no comparte tu sentir se arroje
contra ti porque eres esto o aquello. Si se te ocurre la feliz idea
de decir abiertamente delante de un grupo de gente cualquiera que
eres cristiano, te recordarán que hay curas pederastas. Si te
declaras anarquista te afearán la violencia ejercida por los grupos
anti sistema. Si te gusta el euskera serás un filoetarra. Si
estudias alemán te hablarán de Hitler. Si escuchas rap te
identificarán con las bandas marginales.
Y así para cada cosita que hagas en
esta vida y que se salga del fútbol y del resto de lugares comunes
que son aceptados por la mayoría como “normales”.
Y como yo soy anormal puro, de hecho me
siento cristiano, anarquista, amo el euskera, me gustaría saber
correctamente alemán y no escucho rap, pero aún peor soy un
incansable wagneriano.
Y todo eso no por dar por saco a nadie,
si no precisamente por todo lo contrario. Me siento cristiano porque
es la cultura en la que he crecido y porque aunque parezca imposible
se puede llegar a serlo a través del racionalismo. Es largo de
explicar, pero es posible. Soy anarquista no porque me guste la
pólvora, si no porque creo en el hombre. Creo que todos somos lo
suficientemente buenos como para no necesitar un fulano que nos
pastoree. Amo el euskera porque las gentes que lo hablan me han dado
tanto que no seré nunca capaz de devolverles ni la mitad aunque viva
doscientos años y lo único que se me ocurrió en su día es que
ellos no tengan que usar una lengua que no es la suya para dirigirse
a mi. Y en lo referente a Wagner, es la esencia de mi cultura
musical. A base de escuchar música en mi juventud fui decantando mis
preferencias hasta llegar al compositor alemán. Nunca me dejé
influir porque fuese el preferido de un maldito nazi, al que por
cierto también gustaban Beethoven y otros que no cargaron con la
fama.
Mis gustos y mis sentimientos se han
ido conformando al margen de modas y de mitos populares. Sé que no
son los de la mayoría, faltaría más, pero tampoco los he rebuscado
entre lo que nadie quería, simplemente soy así.
Y mis amigos me aceptan como soy, quizá
porque ellos también son diferentes a la mayoría. Pero el resto es
terreno hostil.
Lo que peor llevo es lo de las
cuestiones musicales. La música es puro sentimiento tanto para el
que la compone, el que la interpreta y el que la escucha. Y no se
puede ir contra los sentimientos. Yo cuando escucho El Holandés
Errante no estoy viendo campos de exterminio, cuando escucho
Tanhäuser no veo desfiles triunfales. Cuando escucho a Wagner, en
general estoy a otras cosas. Y mi caso es insignificante. Lo grave es
que Daniel Baremboin sea considerado un héroe por interpretar obras
de Wagner en Israel.
Después de mucho tiempo de abandono de
la escucha de esas obras, he vuelto a ellas. Me pasa siempre con la
música, voy dando vueltas, voy escuchando cosas nuevas y de repente
un día, necesito volver a las raíces, necesito volver a lo que creo
que soy yo mismo. Es una forma de contrastar si realmente lo nuevo me
gusta, supongo, una especie de patrón de medida. Y después de andar
unos días inmerso en mi mundo centroeuropeo he necesitado volver a
beber de las fuentes que fueron en mi juventud el remedio para la sed
de música y de cultura.
Gracias a Dios esos gustos y
pensamientos no me han limitado si no que muy al contrario me han
hecho libre y me han ayudado a comprender el resto de ideologías y
de expresiones artísticas. No hubiese comprendido a Klimt sin
Wagner, no podría gustarme la música contemporánea en toda su
diversidad sin haber escuchado previamente a los clásicos.
Y todas estas cosas me venían a la
cabeza mientras tomaba un café en el silencioso Café Griensteidl de
Viena, donde no existe hilo musical más allá del sonido de las
cucharillas de las tazas y que fue el lugar preferido de reunión del
rojerío de la ciudad. Una ciudad que de tanto en tanto me da la
vida.
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