Soy un enamorado de los viajes en tren, me parecen una oportunidad única para ver el paisaje, disfrutar de la compañía de ocasionales compañeros de viaje, etc.
Y ayer, después de una estancia en Santiago de Compostela maravillosa, en la que Galicia me mostró su mejor cara, gentes amables, gastronomía basada en el buen producto (y en enormes cantidades), rincones de la ciudad inolvidables, tomé mi tren de vuelta a Madrid.
El tren partía a las 16:05 de Santiago y llegó puntualmente a las 16:00. Tras pasar el control de acceso, me situé calculando la distancia a la que caería mi vagón (coche 4). El tren paró y yo había acertado con la posición, de modo que la puerta quedaba justo a la altura de mi naricilla. Eso no fue impedimento para que el resto del pasaje del tren me arrollase y entrase antes que yo. Me extrañó que tanta gente fuese a caber en el vagón, pero es que el personal, en vez de recorrer el andén hasta su puerta, prefiere entrar por la que le pilla más a mano y bloquear con personal y bultos (valga la redundancia) los pasillos del convoy.
Tras una lucha desigual, llegué a mi asiento (8D, ventanilla) y me encontré a un tipo (en adelante tipo) sentado en él. El tipo tenía unos treinta años, gordito y de talla media. Estaba plácidamente dormido y me vi obligado a despertarle, cosa que me violentó muchísimo. Le hice ver que estaba en mi sitio, a lo que me respondió que daba lo mismo, que si quería podía sentarme en su sitio (pasillo, claro). Le dije que no, que yo prefería sentarme en mi sitio, a lo que volvió a argumentar que la cosa carecía de importancia y que me sentase en su sitio. Estupefacto por el descaro, le dije en un tono sarcástico que al ser los billetes nominales si había un accidente era un lío con los cadáveres, cosa que en el trayecto en cuestión a día de hoy tiene su predicamento. El tipo rezongando se cambió de asiento, lógicamente sin dejarme pasar, con lo que tuve que hacer gala de mi agilidad. Una vez sentados, el tipo me dice que cómo se yo cual es el 8C (el suyo) y cual es el 8D. Le dije que era simple, que la secuencia lógica de asientos es A, B, C D y no A, B, D, C. Además de que la cartelería del tren claramente indica la ventanilla en el 8D. Le dije que no obstante cuando pasase el revisor podía preguntarle. Y ahí acabó la controversia y empezó la tortura.
El tipo como digo era gordito (sin llegar a gordo), pero se sentó como un flan mal cuajado, de forma que sus mórbidas chichas se extendieron hacia todos los puntos cardinales, de forma que yo (que no soy excesivamente corpulento), apoyado contra la pared del tren no podía evitar el contacto con su humanidad, lo que me proporcionaba un calor extra nada deseable, además de una sensación de asco irremediable. En un alarde de flexibilidad además abrió sus piernas en un ángulo de 180 grados, que ya hubiese querido la Paulova una apertura semejante, con lo que invadía además mi espacio a la altura de las piernas, dejándome encajado literalmente.
Cubría el tipo sus vergüenzas con una camiseta blanca lisa y un pantalón corto hasta la rodilla que dejaba sus regordetas y peludas extremidades inferiores al descubierto, lo que al contacto daba más repelús. Sin embargo lo más destacable en el era un olor agrio a vino mal metabolizado que generaba un ambiente como de bodega cutre.
En cuanto a los complementos lucía en la muñeca izquierda una cintita a modo de pulsera con estampado rojigualda a modo de marchamo, que parecía que iba a cortar la circulación de su abultada muñeca. No pude evitar la comparación mental con la divisa de los astados.
Encajado en mi posición pensaba que seis horas de viaje así iban a ser memorables, pero el cuadro flamenco estaba por completar. La mala fortuna y el imbécil del diseñador se habían confabulado para que cayese en uno de esos corralitos de cuatro asientos enfrentados dos a dos, en vez de la tradicional disposición en fila, tan útil.
El espacio entre una fila de asientos y la otra es exiguo, con lo que el juego de piernas hacia adelante iba a tener su importancia.
En esas llegaron los ocupantes de los asientos de enfrente, una pareja de tórtolos (en adelante tórtola y tórtolo), que venían con atuendo de peregrino derrotado, a saber sucio y maloliente. Cuando uno llega por primera vez a un sitio la primera impresión es importante, uno trata de exhibir sus buenos modales y saluda. Pero eso no ocurrió, el tórtolo trató de acomodar los bultos en el portaequipajes mientras sostenía en su mano derecha la garrota de palo retorcido que tanto predicamento tiene entre la masa peregrina y que yo no entenderé nunca para qué sirve. La maniobra se concluyó con cuatro estacazos sobre mi cabeza en la que pude probar la dureza del cerezo (al menos de cerca me pareció cerezo). Eso si, tras entregarme cada tarjeta de visita el tórtolo se disculpaba, pero no cejó en su empeño de castigarme hasta que concluyó la colocación de los bultos. Como compensación, al sentarse me pisó otras cuatro veces, eso sí con las correspondientes cuatro disculpas. Calzaba unas botas Asolo semirígidas, impropias para la aventura compostelana, ante las que mis pobres náuticos veraniegos no pudieron presentar batalla, llegando la ofensa hasta mis deditos.
Con este plan empezaba el viaje. Sépase que el olor a sudor y a pies de los tórtolos hacían de propelente del olor a vinacho del tipo, con lo que pensé que se podría envasar la fragancia y venderla bajo la denominación Abrótano Macho (pour homme), tan de moda en otros tiempos. Yo, a causa de una comida opípara, era víctima de una aerofagia puntito dolorosa, y pensé en colaborar en la construcción del hábitat que tan gentilmente habían construído mis compañeros de viaje dando salida a la misma por el conducto ordinario, pero preferí dejar las cosas en el estado en que estaban y apreté las tuercas para evitar fugas más tóxicas. Pero he de reconocer que se me pasó por la cabeza.
En un momento dado del viaje los tórtolos se acercaron a la cafetería a por su provisión de patatas fritas y doritos, que al llegar a sus asientos desparramaron por el suelo. Ignoro si era la forma de sustitución del clásico ¿gustas?, pero como yo no soy propenso a comer cosas del suelo, decliné por la tácita la invitación.
Los ácaros de la moqueta estaban, supongo, de fiesta mayor con el festín, pero no había acabado ahí su dieta. Para complementarla con proteína, el tipo, que calzaba malolientes alpargatas de suela de esparto sin encajar en el talón, cruzó sus piernas, poniendo una de ellas en paralelo al suelo, lo que le permitía mientras jugaba con su móvil, rascar el sucio talón, arrancando con la uña lascas del callo blancas y negras que con gran alborozo del colectivo ácaro, caían al suelo entre gritos de otra, otra, otra, como si de un concierto de Bisbal se tratase. Cierto que lo de los gritos me lo imaginé, el resto por desgracia es real. Además la maniobra se desarrollaba a escasos milímetros de mi rodilla. Excuso explicar la impresión que me produjo.
Renfe, que está siempre pensando en el viajero, nos proporcionó una distracción añadida. Antes de Zamora el tren se detuvo en tierra de nadie y empezaron a pasar los minutos. De repente pararon la máquina del tren con lo que dejamos de disfrutar del aire acondicionado. Como experimento puede ser interesante parar un tren en agosto al sol en mitad de ningún sitio para ver hasta dónde son capaces de rendir las glándulas sudoríparas de los viajeros, pero como objeto de la investigación no es agradable sufrirlo. Además el experimento disparó definitivamente la producción de hedores insoportables para el ser humano.
Y estaba yo, en mi corralito de cuatro viajeros, pensando que aquello se parecía más que a un tren a un transporte de ganado porcino o al arca de Noé, donde cada bicho hacía su gracia, cuando nos avisan transcurrida media hora de experimento, que el tren está parado por causas ajenas a Renfe, que en un túnel se ha metido gente y que hay que esperar a que los desaloje la fuerza pública.
Como la cosa se ponía fea y tenía el sentido del tacto, el de la vista y el del olfato comprometidos seriamente, decidí que ya que esperaba que la cosa no llegara al gusto, al menos debía poner a salvo el del oído, porque los tórtolos desde que se sentaron se pusieron en modo mimitos y no decían más que sandeces en voz más que alta, con lo que me calcé los cascos y me puse a revisar la biblioteca musical de mi móvil.
Por su parte el tipo, indolente, se había dormido, casi sobre mí, dejando descolgar su mandíbula quedando con la boca abierta, lo que le alejaba definitivamente del canon estético griego. Diré en su favor que no le vi colgar babas.
De repente noto un revuelo entre los tórtolos. Parecían celebrar la película que empezaba. La celebraban además con evidente júbilo. Pensé que en gente de veintitantos años la alegría vendría dada por la proyección de una película de Tarantino o de Kubrik (siempre he tenido a la gente joven por cinéfila, con mucha más cultura del género que yo), pero para mi sorpresa se trataba de Oz, de Walt Disney Productions, lo que ya dejaba el nivel intelectual de mi círculo inmediato lejos del nivel de las tertulias del Gijón o del Pombo.
Y con esta compañía y estas alegrías sonó en la megafonía que llegábamos a Madrid-Chamartín y que permaneciésemos sentados en nuestros asientos hasta la parada completa del tren. Consigna secreta que en realidad quiere decir "levántense inmediatamente y bloqueen el pasillo con sus equipajes". Tras la locución se produjo una nueva exhibición de modales en la que entre gruñidos porcinos mis queridos compañeros competían por ser los primeros en echar sus bultos al pasillo. Yo observaba la maniobra entre indiferente y atemorizado, ya que no quería volver a probar la dureza del cerezo. Pero esta vez me libré. Esperé tranquilamente a que se vaciase el vagón y bajé con mi maletita tan tranquilo. De hecho fui haciendo tiempo porque el resto del pasaje de forma corporativa había atascado la escalera de subida al vestííbulo ya que en vez de hacer cola pacientemente se ve que es más divertido colapsarla.
De repente me invadió un sentimiento casi de tristeza. No había tenido la cortesía de agradecer a mis compañeros de viaje las deliciosas horas que me habían hecho pasar. Soy un gañán.
Recuerdo los viajes en esos trenes de recorrido interminable que cruzan Europa de lado a lado, el expreso del Danubio por ejemplo que parte de Serbia y llega hasta Suiza, donde pude compartir viaje con gente que juega con otras normas, es otra liga.
En fin, Marca España de nuevo, aunque eso no ensombrece lo que sí es Marca España de verdad, el buen trato que he recibido en una de las ciudades más universales donde nadie es extranjero y los nativos están educados en la acogida. Gente agradable, simpática y eficiente.