domingo, 16 de diciembre de 2012
A tomar por saco los palos del sombrajo.
Hoy he estado de manifestación por Madrid. Y se me han roto algunos esquemas, o de forma más castiza se me han caído los palos del sombrajo. Algunos al menos.
En primer lugar, aquello de que los jóvenes son pasivos y no se mueven. Entre un montón de gente, poca había más mayor que yo. Cierto que el mundo de la sanidad, puramente vocacional, es caladero de gente comprometida, pero lo importante es que la mayoría era gente joven. Probablemente médicos del MIR, enfermeras y auxiliares, que en general son jóvenes, pero sea como fuere ahí estaban.
También ha habido hoy para mí un cambio importante en el escenario. Una manifestación de miles de personas (no sé cuántos miles, pero mucha gente) y ni una bandera de sindicatos ni partidos políticos. Una iniciativa puramente profesional y social. Me he sentido cómodo como nunca. No he tenido la sensación de estar haciéndole el caldo gordo con mi presencia a ningún chupasangres de la política institucional (incluyo sindicatos).
Ha sido a ratos emocionante, a pesar de que uno no anda con muchas esperanzas puestas en la utilidad de la protesta, pero era mi obligación asistir.
Nuestra maltrecha sanidad pública me ha sacado dos veces del agujero. Primero de una dolencia cardiaca y luego de un cáncer. Palabras mayores, oiga. Y aquí estoy vivito y coleando gracias a que el sistema y los profesionales estaban ahí. Dando sin medida. Luchando sin mirar el precio de las balas. Si se hubiesen andado con contemplaciones de hacer primero las pruebas más baratas, a lo peor hoy había un manifestante menos en la calle.
Y yo quiero las mismas oportunidades para mi hija. Y para su compañero de clase, que además es búlgaro, pero vive aquí y es nuestro amigo y sus padres trabajan todos los días, como yo.
Y me he sentido pequeñito y a la vez orgulloso rodeado de miles de profesionales, que como los que se encargaron de mi caso luchan día a día contra la enfermedad y contra el sistema, que nunca les ayudó.
El sistema es imperfecto. Estoy de acuerdo en que hay que gestionarlo mejor. Pero esa es la obligación que no saben cumplir estos políticos incapaces, que son los que meten la mano en el cajón y luego señalan a los que trabajan como responsables de las telarañas de la caja.
Si el coste de un paciente es x, no comprendo que con una gestión privada que mantenga las condiciones de la atención y las condiciones laborales pueda mejorar, dando además dividendos (lo que es imprescindible cuando hablamos de gestión privada).
Y si se compromete la calidad de la atención, o el profesional que se tiene que pasar doce horas conmigo encerrado en el quirófano está mal pagado o en condiciones peores aún que las actuales (que ya de por sí no son buenas), ya me dirán ustedes con que ánimo me dejo yo sajar. Y si alguien conoce otra incógnita de la ecuación, que me lo haga saber.
Hoy he estado rodeado de médicos que saltaban, bailaban, gritaban y que habrán en algunos casos estado de guardia toda la noche. Ya no tienen nada que ver con aquel estereotipo que teníamos del médico como un señor mayor con su carterita. Nada que ver con ese médico (si se le puede seguir llamando así) que por un puñado de euros se presta a capitanear un servicio de emergencia en el Madrid Arena a la edad de 77 años.
Los que de una forma u otra hemos estado en activo en dispositivos de emergencias sanitarias sabemos el desgaste físico que supone. Sabemos que había que ir descansado y que volvías molido. Y eso si las cosas no pintaban mal. Si había “movida”, te temblaban las cachas al acabar. Y resulta que este señor se mete en el baile a sus años. Y sin contrato. De palabra y apretón de mano, como los ganaderos. Y se lleva a su hijo a que le eche una manita, a pesar de sus incompatibilidades laborales. Si lo hace un Juan Nadie, lo enchironan preventivamente, fijo.
Afortunadamente se extingue esa raza. Hoy los médicos (y el resto del personal sanitario) son en general otra cosa. Desde luego que los hay que sacan rendimiento a sus clínicas privadas, eso me parece lícito. El que quiera que las pague. Pero la dignidad de nuestros centros públicos estará a salvo mientras los profesionales que hoy han salido a la calle sigan luchando. Y ello desde luego les está suponiendo un coste económico altísimo. Además de sufrir los recortes como el resto de los funcionarios tienen que soportar los gastos de la huelga. Son gente solidaria, por encima de cualquier ideología política. De hecho siempre fueron los médicos de entre los científicos los que tenían una visión más humanística del mundo.
Y en esas me he vuelto a casa deseando escribir otra vez para darles las gracias, para decirles que me tienen ahí. Desde los jefes de servicio hasta el personal auxiliar de administración, o de limpieza. A todas y cada una de las caras que me encuentro cuando voy a mis revisiones. A quienes me hicieron seguir adelante.
Que no voy a quedarme callado mientras nos perforan el sistema para extraer su petroleo.
Hay una sociedad que funciona aparte de la corrupción, aparte de los Lasquetti, de los Viñals, de los que van a sacar tajada y se olvidan de los códigos deontológicos y de todas aquellas cosas tan románticas en las que algunos aún creemos.
Gracias a todos los trabajadores de la Sanidad Pública (siempre con mayúsculas).
jueves, 15 de noviembre de 2012
Escapar.
Estoy un poquito bajo de ánimos. Después de una jornada de huelga general me suele pasar. Las declaraciones de unos y otros políticos después del día de ayer, me ponen al borde de la náusea. Me hacen aborrecer el hecho de haber seguido la huelga. Por otra parte mis principios me impedían no hacerlo. Es un crucigrama sin respuesta.
Y en ese estado de ánimo me doy cuenta de que llevo un montón de años subiendo una cuesta . Una cuesta que no lleva a ninguna cima, que me he convertido en una réplica de aquel Sísifo, aunque yo no llego al final de la cuesta y bajo para volver a subir. Simplemente no paro de subir.
En parte la culpa la tiene este Madrid que me vio nacer hace algunos añitos. Siempre he identificado en mi recuerdo esta ciudad con el esfuerzo. Nunca me resultó amable. Desde pequeño recuerdo el frío, el calor, la contaminación. Para ir al monte hay que recorrer una larga distancia en tren o autobús. El mar es un cuadro en la pared. Los amigos huyen los fines de semana y te dejan solo. Estás rodeado de cines, teatros, salas de música y otros espectáculos que se empecinan en programar cosas que no me gustan, para que el aburrimiento sea completo.
En verano todo el mundo huye a su pueblo, menos los que somos de este, que nos tenemos que fastidiar porque nuestra condición capitalina nos ata al asfalto. En invierno frío, lluvia, oscuridad y soledad.
Y hoy una bocanada de aire fresco entra en mi cabeza de forma inexplicable. De repente estoy apoyado en el murete que rodea la ermita de San Juan de Gaztelugatxe.
El mar infinito ante mis ojos está un poquito revuelto, pero sin exagerar. Solo un poco de movimiento para que se vea que está vivo. Un par de barcos faenando en el horizonte rompen esa línea que une cielo y tierra. Es temprano y todavía no hay turistas (yo no me considero como tal). Se oyen los chillidos de las gaviotas y el rumor profundo del mar. A veces el aire llega a mover un poquito la campana de la ermita y suena tímidamente, como un suspiro ahogado.
Siento un poco de frio, la brisa del mar con su humedad siempre me da escalofríos. El sol asoma por el Este blanqueando las rocas de la costa. La bola de luz poco a poco va ocupando su sitio en el cielo después de salir de su escondrijo nocturno. Porque en Gaztelugatxe al sol por la noche lo guardan dentro del mar, hasta que a su hora en punto todas las mañanas lo vuelven a sacar del mar para que alumbre durante el día. Todo muy práctico.
Me muevo un poco hacia la izquierda para ver mejor la costa de Bakio y noto el borde del murete frío y húmedo. Se me clavan sus bordes irregulares. Al rato ya estoy cómodo otra vez. Pasa por delante una barca pequeña. El ruido de su motor me llega entrecortado por el rumor de las olas. El pescador, en pie, no pierde la vista del sol. Navega hacia el Este, rumbo directo al sol, como buscando el calor. Como si pretendiese agarrarse a un rayo y subir hasta el cielo.
Aquí mismo he estado otras veces con mi familia, con amigos, siempre contento. Es un sitio mágico. De repente noto como si no existiese la gravedad, como si flotase. Abro los brazos y me parece que estoy volando. Empiezo a ver el mar correr debajo de mí, como si volase pegado a él en un helicóptero. Ya no tengo frio. Respiro profundo hinchando a tope los pulmones ……
Y de repente huele a contaminación. No puede ser. Abro los ojos y compruebo con horror que sigo con los pies atornillados en Madrid. Se me está clavando el borde de la mesa en los brazos mientras tecleo y el rumor del mar son los coches que circulan a toda velocidad por la M-30. Ya no tengo frio porque han encendido la calefacción de mi oficina y el paisaje y las gaviotas no sé de dónde demonios han salido, pero al menos durante un rato he sido feliz.
Y eso es lo que nos queda, soñar. Al menos hasta que podamos escapar otra vez y creernos que somos felices porque estamos lejos. Luego volveremos otra vez a la rutina hasta que tengamos una nueva oportunidad de fuga.
Y nos vamos haciendo cada vez más viejos. Y escapamos cada vez más despacio. Hasta que un día tenemos la oportunidad de no volver.
Mientras tanto nos consolamos pensando que millones de turistas vienen a nuestra ciudad cada año desde todos los paises.
Algo tendrá.
Y en ese estado de ánimo me doy cuenta de que llevo un montón de años subiendo una cuesta . Una cuesta que no lleva a ninguna cima, que me he convertido en una réplica de aquel Sísifo, aunque yo no llego al final de la cuesta y bajo para volver a subir. Simplemente no paro de subir.
En parte la culpa la tiene este Madrid que me vio nacer hace algunos añitos. Siempre he identificado en mi recuerdo esta ciudad con el esfuerzo. Nunca me resultó amable. Desde pequeño recuerdo el frío, el calor, la contaminación. Para ir al monte hay que recorrer una larga distancia en tren o autobús. El mar es un cuadro en la pared. Los amigos huyen los fines de semana y te dejan solo. Estás rodeado de cines, teatros, salas de música y otros espectáculos que se empecinan en programar cosas que no me gustan, para que el aburrimiento sea completo.
En verano todo el mundo huye a su pueblo, menos los que somos de este, que nos tenemos que fastidiar porque nuestra condición capitalina nos ata al asfalto. En invierno frío, lluvia, oscuridad y soledad.
Y hoy una bocanada de aire fresco entra en mi cabeza de forma inexplicable. De repente estoy apoyado en el murete que rodea la ermita de San Juan de Gaztelugatxe.
El mar infinito ante mis ojos está un poquito revuelto, pero sin exagerar. Solo un poco de movimiento para que se vea que está vivo. Un par de barcos faenando en el horizonte rompen esa línea que une cielo y tierra. Es temprano y todavía no hay turistas (yo no me considero como tal). Se oyen los chillidos de las gaviotas y el rumor profundo del mar. A veces el aire llega a mover un poquito la campana de la ermita y suena tímidamente, como un suspiro ahogado.
Siento un poco de frio, la brisa del mar con su humedad siempre me da escalofríos. El sol asoma por el Este blanqueando las rocas de la costa. La bola de luz poco a poco va ocupando su sitio en el cielo después de salir de su escondrijo nocturno. Porque en Gaztelugatxe al sol por la noche lo guardan dentro del mar, hasta que a su hora en punto todas las mañanas lo vuelven a sacar del mar para que alumbre durante el día. Todo muy práctico.
Me muevo un poco hacia la izquierda para ver mejor la costa de Bakio y noto el borde del murete frío y húmedo. Se me clavan sus bordes irregulares. Al rato ya estoy cómodo otra vez. Pasa por delante una barca pequeña. El ruido de su motor me llega entrecortado por el rumor de las olas. El pescador, en pie, no pierde la vista del sol. Navega hacia el Este, rumbo directo al sol, como buscando el calor. Como si pretendiese agarrarse a un rayo y subir hasta el cielo.
Aquí mismo he estado otras veces con mi familia, con amigos, siempre contento. Es un sitio mágico. De repente noto como si no existiese la gravedad, como si flotase. Abro los brazos y me parece que estoy volando. Empiezo a ver el mar correr debajo de mí, como si volase pegado a él en un helicóptero. Ya no tengo frio. Respiro profundo hinchando a tope los pulmones ……
Y de repente huele a contaminación. No puede ser. Abro los ojos y compruebo con horror que sigo con los pies atornillados en Madrid. Se me está clavando el borde de la mesa en los brazos mientras tecleo y el rumor del mar son los coches que circulan a toda velocidad por la M-30. Ya no tengo frio porque han encendido la calefacción de mi oficina y el paisaje y las gaviotas no sé de dónde demonios han salido, pero al menos durante un rato he sido feliz.
Y eso es lo que nos queda, soñar. Al menos hasta que podamos escapar otra vez y creernos que somos felices porque estamos lejos. Luego volveremos otra vez a la rutina hasta que tengamos una nueva oportunidad de fuga.
Y nos vamos haciendo cada vez más viejos. Y escapamos cada vez más despacio. Hasta que un día tenemos la oportunidad de no volver.
Mientras tanto nos consolamos pensando que millones de turistas vienen a nuestra ciudad cada año desde todos los paises.
Algo tendrá.
viernes, 19 de octubre de 2012
Mi tío Vicente.
Los días lluviosos me hacen propenso a la nostalgia. Parece que me esponjan por dentro y me dejan liberar los recuerdos. Y hoy me estoy acordando de que hay un personaje al que le debo unas líneas hace tiempo.
Paseábamos por el Viejo Puerto de Marsella, entre los vendedores ambulantes de ostras y los argelinos que vendían artesanía. Era verano, hacía calor y la sed apretaba. Mi padre propuso ir a tomar un refresco al café en el que otras veces habíamos hecho lo propio. Pero él dijo que no. Así que terminamos de dar nuestro paseo, nos montamos en el coche y nos fuimos a un cafetín distante del centro donde tomamos el aperitivo.
Al día siguiente el periódico en primera página relataba el tiroteo que se había producido en el café donde no tomamos el refresco. Él lo cogió y sin pararse en las noticias se fue derecho a los resultados de las carreras de caballos. No parecía necesitar la información que sobre el suceso aportaba la prensa. Quizá porque tenía otra más directa.
Él trabajaba en el puerto. Era el responsable del tráfico de mercancías. Nos llevó a visitar muchos barcos donde éramos recibidos con fiestas como si fuéramos personas importantes. Recuerdo especialmente un barco ruso en el que nos organizaron todo un festival folk con grandes dosis de vodka a las que no tuve acceso por mi corta edad. Pude conocer desde pequeño el funcionamiento de aquellas ciudades flotantes y me envolvió toda la magia de la mar y de los navegantes. Además por supuesto del misterio que destilaba todo lo referente al puerto comercial de Marsella durante los años 60 y 70.
Él para mí era el tío Vicente, casado con una tía de mi padre y que nos recibía los veranos en su casa de la ciudad portuaria más novelera de la época. Sin embargo para sus vecinos era Vincent, aunque en sus ambientes de ocio era conocido como Vincenzo. Cada vez que entrábamos en un restaurante italiano, en una tienda de pasta fresca o en uno de aquellos clubes de petanca, muy franceses pero plagados de italianos, era recibido a la italiana. Nunca por cierto le cobraron las consumiciones en aquellos negocios, aunque él siempre insistía en pagar, pero no se lo consentían.
Con él conocí al gran Calanotti, conocido como “el rey de la petanca” en toda Francia. Le frecuentábamos en los clubes de petanca, donde se jugaba una especie de liga nacional. Nadie habrá podido tener mejor maestro en el deporte de las bolitas de metal. Me contaba pacientemente como debía flexionar las piernas para tirar y me corregía las jugadas. Todo un honor desaprovechado por mi escasa facultad para ese juego.
El tío Vicente no solo tenía un presente inquietante y misterioso, además su pasado era de película. Hablaba español con absoluta corrección y con un acento andaluz cerrado. Había aprendido de pequeño a hablarlo gracias a unos gitanos que vivían cerca de su casa en su Sicilia natal. Por supuesto hablaba italiano, francés y algo de alemán.
El italiano lo aprendió en casa, lógicamente, el francés lo aprendió en la que al final fue su patria de adopción, y el alemán en el campo de concentración.
En la segunda guerra mundial, fue apresado por luchar con los partisanos en Italia y enviado a un campo de concentración alemán. Estando preso se ganó la confianza del jefe del mismo gracias a su buen dominio del español. El oficial alemán no hablaba ni italiano, pero si español, con lo que el bueno de Vincenzo le resultaba aparentemente útil para comunicarse con los prisioneros. El tiempo fue haciendo el resto y el bueno de mi tío consiguió entrar y salir del campo conduciendo camiones que llevaban y traían cosas de necesidad. Hasta que un día hizo el viaje de ida y no el de vuelta y salió por la puerta principal del campo de concentración con un camión lleno de prisioneros que nunca volvieron a apresar.
Posteriormente acabó fijando su residencia en Marsella. Allí entre luces y sombras transcurrió el resto de su vida.
Siempre con sombrero, tanto en invierno como en verano, siempre con una media sonrisa. Nunca serio y nunca riendo a carcajadas. Junto a él descubrí en aquellos años 60 que había otras razas. Marsella en aquellos años estaba llena de negros, chinos y gente de todas partes del mundo que en nuestro Madrid no se veían salvo en las huchas del Domund. Me descubrió la mar, los barcos, las carreras de caballos, la petanca. Me enseñó toda la Costa Azul, la Provenza, me llevó a los Alpes. Trató de enseñarme francés e italiano. Me abrió los ojos a unos mundos que nunca hubiese pensado que existían.
Quizá mi falta de imaginación se deba a haber conocido a personas como mi tío Vicente a temprana edad, que con su realidad eclipsaban a cualquier personaje de ficción.
Murió en un hospital por causas naturales. Dejó tras de sí un montón de sombras, casi más que luces, pero para mí en aquellos años era algo más que un ídolo. Y le agradezco cuanto de corazón hizo por mí.
Paseábamos por el Viejo Puerto de Marsella, entre los vendedores ambulantes de ostras y los argelinos que vendían artesanía. Era verano, hacía calor y la sed apretaba. Mi padre propuso ir a tomar un refresco al café en el que otras veces habíamos hecho lo propio. Pero él dijo que no. Así que terminamos de dar nuestro paseo, nos montamos en el coche y nos fuimos a un cafetín distante del centro donde tomamos el aperitivo.
Al día siguiente el periódico en primera página relataba el tiroteo que se había producido en el café donde no tomamos el refresco. Él lo cogió y sin pararse en las noticias se fue derecho a los resultados de las carreras de caballos. No parecía necesitar la información que sobre el suceso aportaba la prensa. Quizá porque tenía otra más directa.
Él trabajaba en el puerto. Era el responsable del tráfico de mercancías. Nos llevó a visitar muchos barcos donde éramos recibidos con fiestas como si fuéramos personas importantes. Recuerdo especialmente un barco ruso en el que nos organizaron todo un festival folk con grandes dosis de vodka a las que no tuve acceso por mi corta edad. Pude conocer desde pequeño el funcionamiento de aquellas ciudades flotantes y me envolvió toda la magia de la mar y de los navegantes. Además por supuesto del misterio que destilaba todo lo referente al puerto comercial de Marsella durante los años 60 y 70.
Él para mí era el tío Vicente, casado con una tía de mi padre y que nos recibía los veranos en su casa de la ciudad portuaria más novelera de la época. Sin embargo para sus vecinos era Vincent, aunque en sus ambientes de ocio era conocido como Vincenzo. Cada vez que entrábamos en un restaurante italiano, en una tienda de pasta fresca o en uno de aquellos clubes de petanca, muy franceses pero plagados de italianos, era recibido a la italiana. Nunca por cierto le cobraron las consumiciones en aquellos negocios, aunque él siempre insistía en pagar, pero no se lo consentían.
Con él conocí al gran Calanotti, conocido como “el rey de la petanca” en toda Francia. Le frecuentábamos en los clubes de petanca, donde se jugaba una especie de liga nacional. Nadie habrá podido tener mejor maestro en el deporte de las bolitas de metal. Me contaba pacientemente como debía flexionar las piernas para tirar y me corregía las jugadas. Todo un honor desaprovechado por mi escasa facultad para ese juego.
El tío Vicente no solo tenía un presente inquietante y misterioso, además su pasado era de película. Hablaba español con absoluta corrección y con un acento andaluz cerrado. Había aprendido de pequeño a hablarlo gracias a unos gitanos que vivían cerca de su casa en su Sicilia natal. Por supuesto hablaba italiano, francés y algo de alemán.
El italiano lo aprendió en casa, lógicamente, el francés lo aprendió en la que al final fue su patria de adopción, y el alemán en el campo de concentración.
En la segunda guerra mundial, fue apresado por luchar con los partisanos en Italia y enviado a un campo de concentración alemán. Estando preso se ganó la confianza del jefe del mismo gracias a su buen dominio del español. El oficial alemán no hablaba ni italiano, pero si español, con lo que el bueno de Vincenzo le resultaba aparentemente útil para comunicarse con los prisioneros. El tiempo fue haciendo el resto y el bueno de mi tío consiguió entrar y salir del campo conduciendo camiones que llevaban y traían cosas de necesidad. Hasta que un día hizo el viaje de ida y no el de vuelta y salió por la puerta principal del campo de concentración con un camión lleno de prisioneros que nunca volvieron a apresar.
Posteriormente acabó fijando su residencia en Marsella. Allí entre luces y sombras transcurrió el resto de su vida.
Siempre con sombrero, tanto en invierno como en verano, siempre con una media sonrisa. Nunca serio y nunca riendo a carcajadas. Junto a él descubrí en aquellos años 60 que había otras razas. Marsella en aquellos años estaba llena de negros, chinos y gente de todas partes del mundo que en nuestro Madrid no se veían salvo en las huchas del Domund. Me descubrió la mar, los barcos, las carreras de caballos, la petanca. Me enseñó toda la Costa Azul, la Provenza, me llevó a los Alpes. Trató de enseñarme francés e italiano. Me abrió los ojos a unos mundos que nunca hubiese pensado que existían.
Quizá mi falta de imaginación se deba a haber conocido a personas como mi tío Vicente a temprana edad, que con su realidad eclipsaban a cualquier personaje de ficción.
Murió en un hospital por causas naturales. Dejó tras de sí un montón de sombras, casi más que luces, pero para mí en aquellos años era algo más que un ídolo. Y le agradezco cuanto de corazón hizo por mí.
La mala educación.
Cada vez estoy más asqueado de este país. Vamos sumando a un presente abominable una falta absoluta de futuro. Estamos quemando la madera del barco para avanzar hacia la tormenta. Cada día que pasa vamos asegurando nuestro propio naufragio.
Tenemos una sociedad absolutamente desestructurada. El sistema no es capaz de dar respuesta a los problemas de las personas que lo conforman ¿Y si el sistema no puede atender a quienes lo crearon, para qué sirve?
Estoy absolutamente indignado con el rumbo que toma la educación. Si alguna probabilidad hemos tenido alguna vez de dejar de ser un almacén de caspa, ha sido a base de formar a las generaciones jóvenes. Por supuesto no hablo exclusivamente de una formación técnica, si no de formación en el más amplio sentido del término. Muy al contrario, en medio de una situación de emergencia no se nos ocurre otra cosa que mermar los ya de por sí escasos recursos educativos para seguir manteniendo a la banca y a los políticos.
Y vamos obteniendo unos resultados contundentes. Nuestros estudiantes están cada vez peor formados comparativamente al resto de Europa. Vamos rodeándoles de paro, de una situación sin salida y luego nos permitimos criticarles sin piedad, como si por el hecho de ser jóvenes fueran esencialmente malos.
Aún así, los jóvenes en los que más dinero invertimos, los universitarios, encuentran su única salida en abandonar su casa y marchar al extranjero. Y así nuestros admirados alemanes se benefician del dinero (escaso ó no) que hemos invertido en la educación de esta generación y por la patilla se llevan los resultados de los esfuerzos de muchos contribuyentes.
Es patético que quienes nos sangran económicamente nos expolien además de nuestra gente mejor formada. Pero así se escribe la historia de este país.
No soy especialmente afecto a los sentimientos patrióticos, pero en este caso se trata de defender el bien común de la sociedad a la que, a mi pesar casi siempre, pertenezco. Si estoy obligado a tributar en una comunidad determinada, no puedo dejar de criticar lo que se hace con mi dinero.
Y nos están robando, pero no sólo el dinero. Nos están robando el futuro, nos están cercenando el cuerpo por la parte sana. Están creando un vacío imposible de rellenar. Cuando nuestros jóvenes tengan su casa en Munich y sus hijos hablen alemán, mandaremos a los de Españoles por el Mundo a preguntarles si volverán a España. Y ellos educadamente dirán que de vacaciones a ver a la familia. Por no mandar a la mierda al reportero, claro.
Estos días en los que por primera vez (al menos para mi conocimiento) se ha producido una huelga de padres en la enseñanza, mi reflexión va para un sistema en el que cada vez creo menos. Un sistema que no nos protege. Hemos creado un monstruo que nos está devorando. Y vamos necesitando una buena revolución.
Tenemos una sociedad absolutamente desestructurada. El sistema no es capaz de dar respuesta a los problemas de las personas que lo conforman ¿Y si el sistema no puede atender a quienes lo crearon, para qué sirve?
Estoy absolutamente indignado con el rumbo que toma la educación. Si alguna probabilidad hemos tenido alguna vez de dejar de ser un almacén de caspa, ha sido a base de formar a las generaciones jóvenes. Por supuesto no hablo exclusivamente de una formación técnica, si no de formación en el más amplio sentido del término. Muy al contrario, en medio de una situación de emergencia no se nos ocurre otra cosa que mermar los ya de por sí escasos recursos educativos para seguir manteniendo a la banca y a los políticos.
Y vamos obteniendo unos resultados contundentes. Nuestros estudiantes están cada vez peor formados comparativamente al resto de Europa. Vamos rodeándoles de paro, de una situación sin salida y luego nos permitimos criticarles sin piedad, como si por el hecho de ser jóvenes fueran esencialmente malos.
Aún así, los jóvenes en los que más dinero invertimos, los universitarios, encuentran su única salida en abandonar su casa y marchar al extranjero. Y así nuestros admirados alemanes se benefician del dinero (escaso ó no) que hemos invertido en la educación de esta generación y por la patilla se llevan los resultados de los esfuerzos de muchos contribuyentes.
Es patético que quienes nos sangran económicamente nos expolien además de nuestra gente mejor formada. Pero así se escribe la historia de este país.
No soy especialmente afecto a los sentimientos patrióticos, pero en este caso se trata de defender el bien común de la sociedad a la que, a mi pesar casi siempre, pertenezco. Si estoy obligado a tributar en una comunidad determinada, no puedo dejar de criticar lo que se hace con mi dinero.
Y nos están robando, pero no sólo el dinero. Nos están robando el futuro, nos están cercenando el cuerpo por la parte sana. Están creando un vacío imposible de rellenar. Cuando nuestros jóvenes tengan su casa en Munich y sus hijos hablen alemán, mandaremos a los de Españoles por el Mundo a preguntarles si volverán a España. Y ellos educadamente dirán que de vacaciones a ver a la familia. Por no mandar a la mierda al reportero, claro.
Estos días en los que por primera vez (al menos para mi conocimiento) se ha producido una huelga de padres en la enseñanza, mi reflexión va para un sistema en el que cada vez creo menos. Un sistema que no nos protege. Hemos creado un monstruo que nos está devorando. Y vamos necesitando una buena revolución.
domingo, 23 de septiembre de 2012
La entrega del testigo.
Ayer por fin mi hija hizo realidad un sueño.
Llevaba insistiendo más de dos años en la cuestión y a mí me daba una pereza inmensa acceder a sus deseos. Me costaba mucho simplemente la idea, pero su insistencia ha podido más que mi acomodo.
Llevaba más de veinte años sin escalar, tiempo más que suficiente para que los músculos y los huesos se olvidasen de determinadas posturas y tensiones. Por no hablar de que la cabeza no ha estado en los últimos años precisamente centrada en esas cuestiones.
Pero doña erre que erre al final se salió con la suya y después de unos días de teórica tanto de cabuyería como de técnica general, el sábado asaltamos nuestra primera vía juntos.
Había valorado seriamente la opción de un rocódromo, que ofrece toda la seguridad necesaria y que se adapta perfectamente a las necesidades iniciales del aprendizaje, pero aquello carecía de algo fundamental. Por un lado no es roca de verdad y a la intemperie, con lo que ya hablamos de un sucedáneo, pero además le falta algo importantísimo, la aproximación a la vía. Ese ir y venir cargado con los trastos y resollando por las pendientes.
No es lo mismo ir con el coche hasta un rocódromo que ir hasta un macizo montañoso, andar hasta la vía, encontrarla, adaptarse a la climatología, etc.
Yo aprendí en La Pedriza y por entonces no existían los rocódromos, con lo que pensé que quizá no era mala idea empezar de igual forma, sin por ello despreciar para futuras ocasiones utilizar ese recurso.
Y el sábado tempranito (como manda la tradición de salir al monte) nos encaminamos a Canto Cochino. Allí tras un frugal desayuno de bollito y Cola-Cao emprendimos la marcha hacia la vía.
A mi se me había olvidado lo que pesa el material, pero a pesar de todo lo llevamos con suficiente dignidad. Cierto que no era una distancia muy larga, pero la pendiente era curiosa.
Llegamos a pie de vía y no noté en mi hija ni un asomo de temor, estaba absolutamente tranquila y empezamos a decorarnos con los adornos propios de la suerte.
Miré a la instigadora del embrollo y le di un único consejo: "fíjate bien en lo que yo haga mal para no repetirlo"
Empecé a subir para equipar asegurado por mi santa (también era la primera vez que hacíamos algo de esto juntos) y he de decir que para mí fue maravilloso el reencuentro con la roca. Las sensaciones fueron tan agradables como siempre. A los primeros titubeantes pasos recuperé de golpe el interés por el asunto. Mis dedos recuperaron la sensibilidad para encontrar presas donde no las hay y mis pies volvieron a sostenerme con una seguridad que a veces no tengo en el suelo plano. Recuperé el equilibro que creía perdido, me sentí como antaño libre.
Una vez equipada la pared le tocó a ella. Primeramente se encordó con uno de los nudos que ya había aprendido. Se echó a la roca sin dudarlo. Tras unas primeras dudas en cuanto a las posibilidades físicas de la adherencia, le cogió el punto a los pies de gato y con un estilo más que correcto se hizo su primer largo. Sus manos buscaban los resaltes tal como me había visto hacer a mí y sus pies se colocaban tal y como yo le había explicado. Siguió la teoría literalmente y le puso su puntito de elegancia.
Para finalizar también la tercera de la cordada hizo los honores y después de recoger los trastos nos bajamos contentos y orgullosos a comer, que bien nos lo habíamos ganado.
Una jornada verdaderamente especial para mi. Pocas veces tiene uno la oportunidad de cumplir el sueño de un hijo. Y por qué no decirlo, también el mío. Hace muchos años pensaba que si alguna vez tenía un hijo haríamos esto juntos. Tiempo después ni me lo planteaba, pero ahora creo que no me hubiese perdonado nunca no haberlo hecho.
Y hoy escribiendo esto, veo las fotos y la veo alejándose pared arriba, como un símbolo de su progresiva madurez, como una señal de que cualquier día emprenderá su propio camino, Y me da un poco de vértigo. Pero hoy por hoy todavía estamos atados por la misma cuerda.
Y una vez abierto el melón no queda más que ir complicando las cosas. Como la vida misma.
viernes, 7 de septiembre de 2012
He venido a hablar de mi libro.
Vaya rato bueno que he pasado hoy. He tenido la fortuna de reencontrar a un viejísimo amigo a quien tenía por imposible recuperar desde hace un montón de años.
Aclaro que se trata de uno de esos amigos de papel, un libro. No es frecuente, pero con algunos libros he establecido una relación tan potente que no sería descabellado que la tratase un profesional.
El libro en cuestión es “Hielo, nieve y roca” de mi referente, que lo es sobre todo por esta obra, Gaston Rebuffat. Un libro que para los montañeros y aspirantes de mi generación supuso un antes y un después. Todos babeábamos sobre aquellas imágenes de los Alpes, aquellas fotos de Gaston de pié erguido sobre bellísimas agujas de una belleza extraordinaria.
Además de ser un manual de alpinismo conciso, claro y suficiente, tiene la gran virtud de hacer ver al lector una serie de códigos morales y de conducta en la montaña que los actuales manuales, mucho más profusos, no tienen a bien referir.
Este libro es para mí mucho más que un libro. Realmente es un amigo. En muchas ocasiones que me enfrenté a pasos complicados que no intuía como resolver, encontraba en el recuerdo de su lectura la solución para seguir adelante. Ha sido de verdad una guía útil, y esto es mucho decir cuando se trata de momentos complicados.
Lo tuve en mis manos muchas veces, lo consulté hasta la saciedad, lo leí de arriba abajo innumerables veces. En ocasiones buscando una información concreta, pero con mayor frecuencia por el puro deleite de leerlo y como detonador de recuerdos de vías realizadas. Aún así nunca le tuve en casa. Siempre fué de prestado, bien de un amigo, del club de montaña, etc.
Hoy he resuelto ese vacío en mi biblioteca y el ejemplar de la obra editada en 1975 ocupa el lugar que le corresponde. La cosa se ha consumado de una forma muy romántica, gracias a la combinación de una librería de viejo de las clásicas, de las de tienda pequeña y librero necesitado de corte de pelo y de internet. Llevo muchas librerías de “libro usado y descatalogado” visitadas buscándole. Había hecho búsquedas en internet en las que lo había encontrado en francés y en inglés, pero yo quería el ejemplar de siempre, el de la editorial RM del 75. Y al final lo encontré.
Ayer no podía creer que en una pequeña librería de Madrid estaba esperando a que alguien lo adoptase uno de aquellos libros. Mi querida cómplice vital, esposa y amiga llamó inmediatamente para confirmarlo y así era. Como hoy no trabajaba, esta misma mañana se ha personado en aquel orfanato literario y lo hemos adoptado, por supuesto.
He llegado a casa y he comido apresuradamente para poder después dedicarme tranquilamente a pasear por sus páginas. Y creedme, no me ha defraudado. Por un momento he vuelto a tener catorce años y me he olvidado de mis limitaciones físicas, he vuelto a soñar con aquellas paredes imposibles, he vuelto a meterme en aquellos pantalones bávaros y aquel jersey azul con dibujos blancos. Ha vuelto el olor de las cuerdas, el tintineo del material sobre la roca.
Todo esto a pocos días de volver a una pared para entregarle el testigo de éste vicio maligno a mi propia hija. Quizá sea insensato, pero yo he sido muy feliz con estas tonterías y ella que lo sabe lleva dos años dándome una tabarra importante para que la inicie en las artes de la escalada. Ha supuesto un acicate y un impulso para enfrentar la empresa con más ilusión si cabe.
Hay un detalle en el libro y es que aparte de estar escrito por uno de los mejores alpinistas (título hoy desprestigiado frente a los himalayistas, pero que antaño suponía una etiqueta de calidad), además está lógicamente traducido a nuestra lengua por un traductor y dicha traducción está revisada por otro grande de este deporte, José Manuel Anglada, el cual no necesita presentación para cualquiera que sepa algo de estas cuestiones.
Hoy por hoy es difícil, muy complicado, encontrar un libro técnico que esté bien traducido y cuya traducción esté revisada además por un especialista en la materia. Si sumamos que en su día un libro de montaña de aquel precio era absolutamente minoritario da como resultado que teníamos en las manos una obra cuidada desde su génesis hasta que llegaba a nosotros. Sin pensar en los costes ni en los beneficios. Simplemente se hacía bien y se pagaba por lo que costaba hacerlo.
Y ahora pasaré buenos ratos volviendo a repasar técnicas que hoy son obsoletas, pero que complementan en algún caso a las actuales y otras que siguen inalterables. Admiraré de nuevo las fotografías en las que la cuerda cuelga vertical, paralela completamente a la pared. Fotos en las que de forma aparentemente mágica Gaston se adhiere a la roca o al hielo. Repasaré aquellos nudos que aprendí a hacer con los ojos cerrados, incluso con las manos a la espalda para ganar destreza. Veré las diferentes formas de asirme a la roca para superar las grietas, chimeneas, bavaresas. Todo ello como cuando tenía catorce años, pero más viejo, menos intrépido y junto a mi hija, que tiene el doble de flexibilidad de la que yo tuve y algo que yo aún no he perdido. Necesita subir. Y eso es lo único que cuenta.
Aclaro que se trata de uno de esos amigos de papel, un libro. No es frecuente, pero con algunos libros he establecido una relación tan potente que no sería descabellado que la tratase un profesional.
El libro en cuestión es “Hielo, nieve y roca” de mi referente, que lo es sobre todo por esta obra, Gaston Rebuffat. Un libro que para los montañeros y aspirantes de mi generación supuso un antes y un después. Todos babeábamos sobre aquellas imágenes de los Alpes, aquellas fotos de Gaston de pié erguido sobre bellísimas agujas de una belleza extraordinaria.
Además de ser un manual de alpinismo conciso, claro y suficiente, tiene la gran virtud de hacer ver al lector una serie de códigos morales y de conducta en la montaña que los actuales manuales, mucho más profusos, no tienen a bien referir.
Este libro es para mí mucho más que un libro. Realmente es un amigo. En muchas ocasiones que me enfrenté a pasos complicados que no intuía como resolver, encontraba en el recuerdo de su lectura la solución para seguir adelante. Ha sido de verdad una guía útil, y esto es mucho decir cuando se trata de momentos complicados.
Lo tuve en mis manos muchas veces, lo consulté hasta la saciedad, lo leí de arriba abajo innumerables veces. En ocasiones buscando una información concreta, pero con mayor frecuencia por el puro deleite de leerlo y como detonador de recuerdos de vías realizadas. Aún así nunca le tuve en casa. Siempre fué de prestado, bien de un amigo, del club de montaña, etc.
Hoy he resuelto ese vacío en mi biblioteca y el ejemplar de la obra editada en 1975 ocupa el lugar que le corresponde. La cosa se ha consumado de una forma muy romántica, gracias a la combinación de una librería de viejo de las clásicas, de las de tienda pequeña y librero necesitado de corte de pelo y de internet. Llevo muchas librerías de “libro usado y descatalogado” visitadas buscándole. Había hecho búsquedas en internet en las que lo había encontrado en francés y en inglés, pero yo quería el ejemplar de siempre, el de la editorial RM del 75. Y al final lo encontré.
Ayer no podía creer que en una pequeña librería de Madrid estaba esperando a que alguien lo adoptase uno de aquellos libros. Mi querida cómplice vital, esposa y amiga llamó inmediatamente para confirmarlo y así era. Como hoy no trabajaba, esta misma mañana se ha personado en aquel orfanato literario y lo hemos adoptado, por supuesto.
He llegado a casa y he comido apresuradamente para poder después dedicarme tranquilamente a pasear por sus páginas. Y creedme, no me ha defraudado. Por un momento he vuelto a tener catorce años y me he olvidado de mis limitaciones físicas, he vuelto a soñar con aquellas paredes imposibles, he vuelto a meterme en aquellos pantalones bávaros y aquel jersey azul con dibujos blancos. Ha vuelto el olor de las cuerdas, el tintineo del material sobre la roca.
Todo esto a pocos días de volver a una pared para entregarle el testigo de éste vicio maligno a mi propia hija. Quizá sea insensato, pero yo he sido muy feliz con estas tonterías y ella que lo sabe lleva dos años dándome una tabarra importante para que la inicie en las artes de la escalada. Ha supuesto un acicate y un impulso para enfrentar la empresa con más ilusión si cabe.
Hay un detalle en el libro y es que aparte de estar escrito por uno de los mejores alpinistas (título hoy desprestigiado frente a los himalayistas, pero que antaño suponía una etiqueta de calidad), además está lógicamente traducido a nuestra lengua por un traductor y dicha traducción está revisada por otro grande de este deporte, José Manuel Anglada, el cual no necesita presentación para cualquiera que sepa algo de estas cuestiones.
Hoy por hoy es difícil, muy complicado, encontrar un libro técnico que esté bien traducido y cuya traducción esté revisada además por un especialista en la materia. Si sumamos que en su día un libro de montaña de aquel precio era absolutamente minoritario da como resultado que teníamos en las manos una obra cuidada desde su génesis hasta que llegaba a nosotros. Sin pensar en los costes ni en los beneficios. Simplemente se hacía bien y se pagaba por lo que costaba hacerlo.
Y ahora pasaré buenos ratos volviendo a repasar técnicas que hoy son obsoletas, pero que complementan en algún caso a las actuales y otras que siguen inalterables. Admiraré de nuevo las fotografías en las que la cuerda cuelga vertical, paralela completamente a la pared. Fotos en las que de forma aparentemente mágica Gaston se adhiere a la roca o al hielo. Repasaré aquellos nudos que aprendí a hacer con los ojos cerrados, incluso con las manos a la espalda para ganar destreza. Veré las diferentes formas de asirme a la roca para superar las grietas, chimeneas, bavaresas. Todo ello como cuando tenía catorce años, pero más viejo, menos intrépido y junto a mi hija, que tiene el doble de flexibilidad de la que yo tuve y algo que yo aún no he perdido. Necesita subir. Y eso es lo único que cuenta.
miércoles, 5 de septiembre de 2012
La soberbia de los próceres.
No me tengo por una de las peores personas que conozco. Aún así, desde luego que tengo mis zonas de sombra. Supongo que como todo el mundo, alguna vez, he deseado perder de vista a alguien.
Dicho sentimiento lo he expresado con un ¡piérdete!, ¡vete a la mierda! o incluso ¡muérete!. Ciertamente que he tratado siempre de que lo que pasaba por la cabeza no pasara por la boca. A veces la intención no ha sido suficiente y he acabado exclamando esas cosas, que no están bien, pero desahogan.
Entiendo que no es bonito, que no se debe de hacer, pero entiendo también que no debe de constituir delito desear que alguien desaparezca, incluso que se muera.
Otra cosa sería decir ¡te voy a matar! Eso ni en broma. Ahí ya pesa la violencia y la amenaza y eso es intolerable. Aunque se diga sin intención de cumplimiento. No se puede.
Nuestra Presidenta comunitaria y lideresa indiscutible exigía ayer al fiscal y al juez que actúen de oficio en el caso de las frases proferidas por alumnos y profesores en la ceremonia de apertura de curso universitario.
Y en esa acción se denota la soberbia de los políticos que están cada vez más lejos de sus representados (incluso de los que les votaron). Porque si ciertamente gritaron “Esperanza muérete” y no me parece que eso esté bien, ni siquiera que solucione nada, creo que no habrá juez sensato que pueda identificar a quienes lo dijeron e imputarles ningún delito o falta.
Se trata de una cuestión de manejo del lenguaje, pero la expresión de un deseo no puede confundirse con una amenaza. Hay que saber leer y escuchar.
Por otra parte hay algo que a nadie parece extrañar y es que la señora Aguirre (la ira de Dios), no se persona en una comisaría ni en un juzgado a poner una denuncia. Simplemente exige al fiscal y al juez que actúen de oficio. Vamos, como un ciudadano cualquiera.
Yo también pediría al juez y al fiscal que actuasen de oficio ante los atropellos que todos sufrimos a manos de estos políticos, pero me temo que no me harían caso.
Yo también exigiría que el fiscal y el juez obligasen a todos los políticos que se lo han llevado calentito a que devolviesen el dinero, pero me temo que no me harían caso.
Yo también instaría al juez y al fiscal a que acabasen con el tráfico de influencias (véase alquiler de edificio en calle Albarracín), pero me temo que no me harían caso.
Yo también le diría al fiscal y al juez que investigasen la privatización de lo que hasta ahora era de todos y que hoy gestionan unos particulares obteniendo magros beneficios de lo que eran nuestro sistema de enseñanza o de salud, pero me temo que no me harían caso.
Y la pequeña diferencia está en que lo que molesta a Doña Esperanza no es para mí constitutivo de falta o delito, mientras que lo que yo les pediría que investigasen si lo es.
Y los políticos (al menos los de relumbrón) ahí están, exigiendo, imponiendo, ahogándonos cada día un poquito más. Mientras nosotros doblamos la cerviz y vamos dejando que nos sangren viendo a la vez cómo ellos no se aplican el cuento que nos leen a los demás.
Va siendo hora de que paremos los pies a esta gente y les recordemos que están para servir a la ciudadanía y no a sus intereses.
Basta ya de privilegios insultantes y de injerencias en los demás estamentos. No puede ser que un día el Ministro del Interior ordene detenciones, al día siguiente obligue a los ciudadanos a interponer denuncias y ahora una Presidenta de Comunidad exija que se busque a los sospechosos habituales. Ni el uno es el Zar de todas las Rusias, ni la otra es el comisario de Casablanca.
Hasta que no se ponga cada uno en su sitio no hay solución.
Dicho sentimiento lo he expresado con un ¡piérdete!, ¡vete a la mierda! o incluso ¡muérete!. Ciertamente que he tratado siempre de que lo que pasaba por la cabeza no pasara por la boca. A veces la intención no ha sido suficiente y he acabado exclamando esas cosas, que no están bien, pero desahogan.
Entiendo que no es bonito, que no se debe de hacer, pero entiendo también que no debe de constituir delito desear que alguien desaparezca, incluso que se muera.
Otra cosa sería decir ¡te voy a matar! Eso ni en broma. Ahí ya pesa la violencia y la amenaza y eso es intolerable. Aunque se diga sin intención de cumplimiento. No se puede.
Nuestra Presidenta comunitaria y lideresa indiscutible exigía ayer al fiscal y al juez que actúen de oficio en el caso de las frases proferidas por alumnos y profesores en la ceremonia de apertura de curso universitario.
Y en esa acción se denota la soberbia de los políticos que están cada vez más lejos de sus representados (incluso de los que les votaron). Porque si ciertamente gritaron “Esperanza muérete” y no me parece que eso esté bien, ni siquiera que solucione nada, creo que no habrá juez sensato que pueda identificar a quienes lo dijeron e imputarles ningún delito o falta.
Se trata de una cuestión de manejo del lenguaje, pero la expresión de un deseo no puede confundirse con una amenaza. Hay que saber leer y escuchar.
Por otra parte hay algo que a nadie parece extrañar y es que la señora Aguirre (la ira de Dios), no se persona en una comisaría ni en un juzgado a poner una denuncia. Simplemente exige al fiscal y al juez que actúen de oficio. Vamos, como un ciudadano cualquiera.
Yo también pediría al juez y al fiscal que actuasen de oficio ante los atropellos que todos sufrimos a manos de estos políticos, pero me temo que no me harían caso.
Yo también exigiría que el fiscal y el juez obligasen a todos los políticos que se lo han llevado calentito a que devolviesen el dinero, pero me temo que no me harían caso.
Yo también instaría al juez y al fiscal a que acabasen con el tráfico de influencias (véase alquiler de edificio en calle Albarracín), pero me temo que no me harían caso.
Yo también le diría al fiscal y al juez que investigasen la privatización de lo que hasta ahora era de todos y que hoy gestionan unos particulares obteniendo magros beneficios de lo que eran nuestro sistema de enseñanza o de salud, pero me temo que no me harían caso.
Y la pequeña diferencia está en que lo que molesta a Doña Esperanza no es para mí constitutivo de falta o delito, mientras que lo que yo les pediría que investigasen si lo es.
Y los políticos (al menos los de relumbrón) ahí están, exigiendo, imponiendo, ahogándonos cada día un poquito más. Mientras nosotros doblamos la cerviz y vamos dejando que nos sangren viendo a la vez cómo ellos no se aplican el cuento que nos leen a los demás.
Va siendo hora de que paremos los pies a esta gente y les recordemos que están para servir a la ciudadanía y no a sus intereses.
Basta ya de privilegios insultantes y de injerencias en los demás estamentos. No puede ser que un día el Ministro del Interior ordene detenciones, al día siguiente obligue a los ciudadanos a interponer denuncias y ahora una Presidenta de Comunidad exija que se busque a los sospechosos habituales. Ni el uno es el Zar de todas las Rusias, ni la otra es el comisario de Casablanca.
Hasta que no se ponga cada uno en su sitio no hay solución.
viernes, 24 de agosto de 2012
Tormenta sentimental.
Los sentimientos se mezclan y dejan a veces una sensación difícil de explicar. No sabemos si estamos tristes, asustados, felices, esperanzados o todo a la vez.
El martes el corazón de un amigo dejó de latir. Así, de buenas a primeras alguien a quien quieres deja de estar ahí. Y no tiene vuelta de hoja. Piensas en todo lo compartido, lo bueno, lo malo. Piensas que ya no podrás mandarle la felicitación de Navidad con las bromas habituales, que su sonrisa se irá desdibujando en la memoria hasta perder los rasgos de su rostro, hasta que sea un recuerdo lejano. A pesar de que el afecto quede intacto durante el resto de tu vida.
Por desgracia ya me ha pasado unas cuantas veces. Para vuestro aburrimiento, éste blog es testigo de ello. Pero esta vez me ha tocado más fuerte. Esta vez he sentido rabia.
Rabia porque Pepe había luchado como un león contra la diálisis, contra su sobrepeso, contra su corazón, contra todo. Y había luchado con buen humor, con determinación. Y da mucha rabia que un amigo haga esfuerzos que al final no sirvan para nada. No es justo.
Y al mismo tiempo a través de las redes sociales me voy reencontrando con amigos que lo son y lo fueron del alma, amigos que la vida me había ido distrayendo, poco a poco. El tiempo fue poniendo entre nosotros una distancia que al reencontrarnos parece que no ha existido nunca. Porque son amigos de verdad. De los que no dejan de serlo así que pasen treinta años sin verte. El día que te reencuentras no importa el tiempo pasado, importa la alegría del reencuentro.
Por otro lado además están los que no van ni vienen. Los amigos que están. Aquellos a los que injustamente olvidamos muchas veces en la falsa seguridad de que siempre van a estar ahí. Y resultan ser los que nos dan la estabilidad, los que mantienen la melodía de la música de nuestra vida.
Y eso hace una mezcla extraña en el ánimo. Nadie puede rellenar la silueta que deja en el puzzle de la vida el amigo que desaparece, porque es una pieza única y porque el puzzle ya nunca va a estar completo. Pero encontrar las piezas que estaban ocultas en un cajón también da mucha alegría. Vuelves a recordar los buenos momentos vividos juntos. Vuelven los recuerdos de hace muchos años.
Todos tenemos varias caras en nuestras relaciones. Tenemos amigos de diferentes ámbitos según nuestra experiencia vital. Vamos cambiando de ambientes en el trabajo, en el ocio, hasta en la familia. Vamos incorporando nuevos actores a la película de la vida y otros van dejando de aparecer porque a su vez también cambian. Así, cuando de repente encontramos a un amigo de hace muchos años con el que compartimos experiencias, una especie de tela de araña inmensa empieza a moverse acercando a otros comunes conocidos al presente, devolviéndonos a la relación con un grupo humano que ha cambiado, pero que en esencia seguirá siendo el mismo.
Ya los roles no son los mismos en el grupo. Ahora todos somos amigos. Nadie tiene un papel asignado como antaño. Ahora simplemente queremos compartir de nuevo nuestras vidas. Queremos saber que nos ha pasado todo este tiempo. Queremos vivir.
Porque en el devenir del tiempo a todos se nos han ido perdiendo piezas del puzzle. Y da mucha alegría encontrarte en el cajón una pieza que creías haber perdido para siempre.
Y se mezclan la pena y la alegría. La nostalgia y la esperanza. Y te dejan en medio de una estación en la que no sabes que tren tomar. Y eso tan extraño que sientes y que no puedes definir es la vida misma. Algo tan complicado y tan bonito como vivir. Algo que los que se han ido no pueden hacer y que nosotros estamos obligados a disfrutar por ellos y por nosotros mismos. Cada día que pasa se pierde y las sonrisas que no entreguemos a los que queremos no se pueden recuperar.
Carpe Diem.
El martes el corazón de un amigo dejó de latir. Así, de buenas a primeras alguien a quien quieres deja de estar ahí. Y no tiene vuelta de hoja. Piensas en todo lo compartido, lo bueno, lo malo. Piensas que ya no podrás mandarle la felicitación de Navidad con las bromas habituales, que su sonrisa se irá desdibujando en la memoria hasta perder los rasgos de su rostro, hasta que sea un recuerdo lejano. A pesar de que el afecto quede intacto durante el resto de tu vida.
Por desgracia ya me ha pasado unas cuantas veces. Para vuestro aburrimiento, éste blog es testigo de ello. Pero esta vez me ha tocado más fuerte. Esta vez he sentido rabia.
Rabia porque Pepe había luchado como un león contra la diálisis, contra su sobrepeso, contra su corazón, contra todo. Y había luchado con buen humor, con determinación. Y da mucha rabia que un amigo haga esfuerzos que al final no sirvan para nada. No es justo.
Y al mismo tiempo a través de las redes sociales me voy reencontrando con amigos que lo son y lo fueron del alma, amigos que la vida me había ido distrayendo, poco a poco. El tiempo fue poniendo entre nosotros una distancia que al reencontrarnos parece que no ha existido nunca. Porque son amigos de verdad. De los que no dejan de serlo así que pasen treinta años sin verte. El día que te reencuentras no importa el tiempo pasado, importa la alegría del reencuentro.
Por otro lado además están los que no van ni vienen. Los amigos que están. Aquellos a los que injustamente olvidamos muchas veces en la falsa seguridad de que siempre van a estar ahí. Y resultan ser los que nos dan la estabilidad, los que mantienen la melodía de la música de nuestra vida.
Y eso hace una mezcla extraña en el ánimo. Nadie puede rellenar la silueta que deja en el puzzle de la vida el amigo que desaparece, porque es una pieza única y porque el puzzle ya nunca va a estar completo. Pero encontrar las piezas que estaban ocultas en un cajón también da mucha alegría. Vuelves a recordar los buenos momentos vividos juntos. Vuelven los recuerdos de hace muchos años.
Todos tenemos varias caras en nuestras relaciones. Tenemos amigos de diferentes ámbitos según nuestra experiencia vital. Vamos cambiando de ambientes en el trabajo, en el ocio, hasta en la familia. Vamos incorporando nuevos actores a la película de la vida y otros van dejando de aparecer porque a su vez también cambian. Así, cuando de repente encontramos a un amigo de hace muchos años con el que compartimos experiencias, una especie de tela de araña inmensa empieza a moverse acercando a otros comunes conocidos al presente, devolviéndonos a la relación con un grupo humano que ha cambiado, pero que en esencia seguirá siendo el mismo.
Ya los roles no son los mismos en el grupo. Ahora todos somos amigos. Nadie tiene un papel asignado como antaño. Ahora simplemente queremos compartir de nuevo nuestras vidas. Queremos saber que nos ha pasado todo este tiempo. Queremos vivir.
Porque en el devenir del tiempo a todos se nos han ido perdiendo piezas del puzzle. Y da mucha alegría encontrarte en el cajón una pieza que creías haber perdido para siempre.
Y se mezclan la pena y la alegría. La nostalgia y la esperanza. Y te dejan en medio de una estación en la que no sabes que tren tomar. Y eso tan extraño que sientes y que no puedes definir es la vida misma. Algo tan complicado y tan bonito como vivir. Algo que los que se han ido no pueden hacer y que nosotros estamos obligados a disfrutar por ellos y por nosotros mismos. Cada día que pasa se pierde y las sonrisas que no entreguemos a los que queremos no se pueden recuperar.
Carpe Diem.
miércoles, 25 de julio de 2012
Nosotros, nuestro reflejo y nuestra sombra.
Cada vez estoy más gato.
Y el gato, que es nocturno, se ha vuelto a subir a la colina a hablar con la luna. Y la luna le dice, después de hacer callar a las estrellas, que no se preocupe, que lo de ser gato no es malo, que está bien.
Y me alegra. Porque subido en mi colina pienso mejor, pero si es por la noche hasta me divierte más.
Mi colina está verde (por eso es la mía). Abajo el mar, azul intenso, está tranquilo. Desde enfrente me miran montes más altos, más esquivos que mi colina. Probablemente montes más importantes para los demás, pero no por eso mejores para mí.
Mi colina tiene muchos árboles, llenos de pájaros que a la mañana me anuncian que se acabó lo bueno, que la noche se va.
Abajo junto al mar un montón de lucecitas anuncian vida populosa, calor humano, vecindad, cercanía. Aquí en mi colina oscuridad, naturaleza, soledad, intimidad. Cada cosa tiene su caso y su para quién.
Hoy soy más feliz que otras veces en mi colina. No sé por qué, pero así me han pintado hoy el día. Hay días que salen grises y otros que salen brillantes. Y hoy toca brillo.
Y el brillo me trae reflejos y sombras, que son cosa del día, porque hasta sombras puede dar la luna, pero no reflejos.
Y me pregunto ¿qué somos? ¿Somos nosotros mismos? ¿Somos nuestro reflejo? ¿Somos nuestra sombra?
Nosotros mismos es lo que nosotros creemos ser, la parte que vemos desde dentro. Y esa parte está manipulada por nuestra propia óptica.
Nuestro reflejo es la parte que ven los demás, y está también retocada por el ojo del que nos ve, con lo que tampoco parece fiable.
Y nuestra sombra, es lo que se recorta, lo que ocurre si no estamos. Lo que deja de ocurrir si estamos. Es lo que los demás echarán de menos si faltamos. Así que para mí somos la sombra.
Y en eso anda el gato, en que sus amigos sientan su sombra, que cuando el gato se quite del sol alguien se de cuenta de que falta su silueta. En dejar algún testimonio útil de su paso por la colina.
Y la colina con la luz del día está verde, después de la negrura de la noche. Y ¡qué diablo!, está preciosa, aunque sea de día.
Dentro de un rato volverá la noche, y el gato volverá a estirar su cuello desde la colina para hablar otra vez con la luna, a ver si le cuenta de una vez que hace para no envejecer.
jueves, 12 de julio de 2012
Hasta la victoria, SIEMPRE
Dando una vuelta por éste páramo cultural y veraniego, me encuentro con una rara avis. Una librería instalada en un quiosco que bien podría vender churros o camarones, da un respiro entre tanto espacio para el ocio evasivo. La susodicha librería está regentada por un republicano que tiene a gala serlo (no es raro, las pequeñas librerías no suelen ser muy de derechas). Tiene colgadas dos camisetas que vende, además de un montón de libros con biografías de gente del palo y de relatos históricos. Una de las camisetas es morada, con una estrella ribeteada con bandera tricolor, la otra tiene en el centro una silueta de la famosa foto del Che con la frase “hasta la victoria, SIEMPRE” rodeándola con diferentes juegos de caracteres.
Y es esa frase la que me ha llamado la atención. No por nueva, por supuesto. Esa frase, que ya conocimos los de mi generación hace una pila de años, quizá no se interpreta hoy como antes. Probablemente hoy se puede leer como algo mucho más pasivo de lo que quiere decir, o sea esperar a la victoria. Y nunca quiso decir eso. Se trata de luchar hasta la victoria. Siempre.
Y en estos momentos en que el gobierno sencillamente se equivoca apaleando a los funcionarios en el sentido económico de la palabra y a los mineros en el más literal de los sentidos, es necesario retomar aquella frase.
No podemos permanecer más tiempo impasibles a lo que sucede cada día. No podemos pensar que no somos mineros o que no somos funcionarios, no se trata de otros colectivos. Nos están atacando a todos nosotros.
La prima de riesgo continúa su ascenso imparable y si era eso lo que trataban de evitar no ha funcionado. La bolsa baja también sin parar. El paro también sube. Puestas así las cosas ¿de qué sirve todo lo que se está haciendo?
Van mermando la capacidad adquisitiva de los pocos sectores que mantienen el consumo. Hasta la patronal está en contra de la subida del IVA.
Y mientras paz social.
Hoy de forma espontánea se ha tirado a la calle un escaso grupo de funcionarios en Madrid a cortar la Castellana.
Afortunadamente miles de personas se manifestaron junto a los mineros.
No podemos asumir más palos en el lomo. No hay que dar nada por perdido, ni por supuesto admitir ninguna derrota.
Ellos pueden hacer leyes, nosotros podemos hacer huelgas. Pero no huelgas de un día que sirven únicamente para que perdamos más salario, si no una huelga general salvaje indefinida hasta que se apeen del burro.
Y si a Europa, a los E.E.U.U. y a las agencias de calificación no les gusta, pues que les vayan dando porque parece que lo que se ha hecho hasta ahora tampoco les gusta y ha sido todo a nuestra costa.
Los políticos no se recortan a sí mismos los sueldos, la banca no ceja en su empeño de quedarse con todo el botín (graciosa frasecilla para aliviar la tensión) y mientras más vueltas de tuerca.
A sí que por mi parte volvamos a las trincheras. Luchemos mientras tengamos algo que defender. Sé que las fuerzas van faltando, pero si aflojamos ahora será el momento en que no quedemos ninguno para pagar el paro de los que ya no pueden defender su empleo. Por ellos precisamente no podemos ser cobardes. Por los parados, por los mineros, por la sanidad, por la educación, por nuestros mayores, por nuestros hijos: HASTA LA VICTORIA, SIEMPRE.
Y es esa frase la que me ha llamado la atención. No por nueva, por supuesto. Esa frase, que ya conocimos los de mi generación hace una pila de años, quizá no se interpreta hoy como antes. Probablemente hoy se puede leer como algo mucho más pasivo de lo que quiere decir, o sea esperar a la victoria. Y nunca quiso decir eso. Se trata de luchar hasta la victoria. Siempre.
Y en estos momentos en que el gobierno sencillamente se equivoca apaleando a los funcionarios en el sentido económico de la palabra y a los mineros en el más literal de los sentidos, es necesario retomar aquella frase.
No podemos permanecer más tiempo impasibles a lo que sucede cada día. No podemos pensar que no somos mineros o que no somos funcionarios, no se trata de otros colectivos. Nos están atacando a todos nosotros.
La prima de riesgo continúa su ascenso imparable y si era eso lo que trataban de evitar no ha funcionado. La bolsa baja también sin parar. El paro también sube. Puestas así las cosas ¿de qué sirve todo lo que se está haciendo?
Van mermando la capacidad adquisitiva de los pocos sectores que mantienen el consumo. Hasta la patronal está en contra de la subida del IVA.
Y mientras paz social.
Hoy de forma espontánea se ha tirado a la calle un escaso grupo de funcionarios en Madrid a cortar la Castellana.
Afortunadamente miles de personas se manifestaron junto a los mineros.
No podemos asumir más palos en el lomo. No hay que dar nada por perdido, ni por supuesto admitir ninguna derrota.
Ellos pueden hacer leyes, nosotros podemos hacer huelgas. Pero no huelgas de un día que sirven únicamente para que perdamos más salario, si no una huelga general salvaje indefinida hasta que se apeen del burro.
Y si a Europa, a los E.E.U.U. y a las agencias de calificación no les gusta, pues que les vayan dando porque parece que lo que se ha hecho hasta ahora tampoco les gusta y ha sido todo a nuestra costa.
Los políticos no se recortan a sí mismos los sueldos, la banca no ceja en su empeño de quedarse con todo el botín (graciosa frasecilla para aliviar la tensión) y mientras más vueltas de tuerca.
A sí que por mi parte volvamos a las trincheras. Luchemos mientras tengamos algo que defender. Sé que las fuerzas van faltando, pero si aflojamos ahora será el momento en que no quedemos ninguno para pagar el paro de los que ya no pueden defender su empleo. Por ellos precisamente no podemos ser cobardes. Por los parados, por los mineros, por la sanidad, por la educación, por nuestros mayores, por nuestros hijos: HASTA LA VICTORIA, SIEMPRE.
martes, 10 de julio de 2012
España cañí.
No puedo más con esta España casposa, machista y anclada en los más antihigiénicos y oscuros costumbrismos sociales y políticos.
Desde que la semana pasada la gloriosa Selección Española ganase de forma parece que heroica el trofeo europeo de turno, me he desenvuelto en el ambiente alemán que me rodea sin más sobresaltos que el hecho de que en el buffet del hotel den jamón de pata negra o no, lo que viene marcando el diferencial de los días destacables de los que no lo son tanto. Y mientras, sol, hamaca, tranquilidad, más sol, viento frío y mar más o menos embravecido. Como os podéis imaginar mi mente ha cabalgado por la playa de lado a lado arrastrada miserablemente por mis pies que parecen no poder estar quietos, pero sin trabajar. He visto puestas de sol magníficas (aquí son a diario) y he trabajado sin pausa para conseguir el estado de imbecilidad propio de quien no tiene ni pasado ni futuro, tratando de olvidar todo lo relativo al trabajo, a la salud, a la enfermedad, incluso a la riqueza y a la pobreza.
Pero hoy a la hora de comer me han dado un estacazo en los dientes para recordarme que estoy fuera de sitio, que mi lugar no está ni aquí ni en unos mil kilómetros a la redonda, y me explico. Estaba yo tan tranquilo con mi querida familia comiendo cosas ricas propias del entorno, cuando se nos ha sentado en la mesa contigua una vocinglera familia compuesta por padre, madre, hijo e hija. Vamos, el ideal de pareja con su parejita. O para ser más exactos el padre con el hijo y la hija con la madre. Y la distinción es porque el padre y el hijo vestían camiseta de la selección. La madre y la hija atuendo playero bastardo sin marca ni equipo.
Han sido recibidos con gran alborozo por el camarero que inmediatamente ha hecho el sondeo futbolístico obligatorio “y de qué equipo zon uztedé” a lo que ha contestado el niño que “primero del madrí y luego del recre”. El padre se ha apresurado a puntualizar que “del madrí, del glorioso”.
Por supuesto el camarero se ha alegrado mucho de la respuesta y le ha dicho que “muy bien, como debe de zé. Aquí lo que no queremo e a lo der barza”.
(Discúlpese la torpe transcripción, pero trato de ser fiel a la fonética).
Y el asunto (trivial e insignificante) me devuelve a la España de pan y toros, de pandereta y faralaes. Que nos den por saco a los que no nos gusta el fútbol. Que nos den por saco a los que con nuestros impuestos pagamos a los nenes que luego tratan de escamotear impuestos de sus henchidas nóminas por jugar en la selección de nuestro país. Que nos den por saco a los que sostenemos el sistema. Mientras tanto gloria a los defraudadores, a los beneficiados, a los subvencionados, a los sinvergüenzas y a los incultos, pues de ellos será el reino de los borbones.
Nos duele mucho el país, porque está muy enfermo. Y por ello deberíamos estar curándole, para que no duela, pero mientras dejamos que unos malos curanderos agraven la enfermedad con sus técnicas contrarias al sentido común. Les dejamos que amputen los miembros sanos y que permitan que los gangrenados sigan pudríendose, poniendo en peligro la integridad de todo nuestro cuerpo y por tanto de nuestra vida.
Dejamos que nos sigan recortando derechos y nos penalicen por haber hecho las cosas bien. Los que hemos pagado siempre debemos de pagar más para subvencionar a los que no pagaron nunca y se gastaron lo que no tenían. Dejamos que nos atonten con el fútbol como para seguir dando la matraca con la camiseta de la selección una semana después de haber ganado el torneo. Ahí está el problema. Puedo entender que sirva de escape y de alegría un triunfo deportivo, pero no puedo comprender que se pueda seguir indefinidamente distraído con esa cuestión.
Simplemente recordaré a tanto patriota como parece andar suelto por ahí que la patria es algo más que una camiseta o una bandera, y que la patria se hace todos los días. Trabajando, esforzándose, con orgullo no de unos colores si no de un trabajo bien hecho, y de una colectividad que respeta al resto. Y en el respeto va no robar, no zafarse de las obligaciones y proteger los derechos de todos.
Y que el partido lo ganaron los que lo jugaron. Y que por jugarlo ganaron lo que ganaron (económicamente hablando). Y que los impuestos que deberían de pagar están tratando de escamotearlos. Y que son un hatajo de golfos. Aunque ganaran el partido.
Y que Haimar Zubeldia va el sexto en el tour. Y que a nadie le importa, porque ya no tenemos a nadie que vaya a por el primer puesto. Y que cuando hemos tenido a alguien luchando por el primero puesto iba hasta las cejas de sustancias prohibidas, pero eso no cuenta, no hay que ser mal español.
Y que si yo tuviese un hijo y una hija y fuese un fan de la selección, antes que comprar una camiseta para mi hijo y otra para mí, compraría una para mi hijo y otra para mi hija. O quizá sea que es verdad que ellas son más inteligentes. Aunque sea otro lugar común que aborrezco.
Nos han colocado la veneración al triunfo y no al trabajo. Vale el que gana (gane como gane) y no el que ha hecho todo lo posible por jugar bien. Da igual el camino si se logra el triunfo.
Yo mientras tanto voy a buscar los arreos para empezar a compartir los rudimentos de la escalada con mi hija éste otoño. Afortunadamente el material de montaña no tiene colores de equipo ni de selección. Si acaso, buscaré que tenga la bandera pirata. O como poco una cola de ballena.
Desde que la semana pasada la gloriosa Selección Española ganase de forma parece que heroica el trofeo europeo de turno, me he desenvuelto en el ambiente alemán que me rodea sin más sobresaltos que el hecho de que en el buffet del hotel den jamón de pata negra o no, lo que viene marcando el diferencial de los días destacables de los que no lo son tanto. Y mientras, sol, hamaca, tranquilidad, más sol, viento frío y mar más o menos embravecido. Como os podéis imaginar mi mente ha cabalgado por la playa de lado a lado arrastrada miserablemente por mis pies que parecen no poder estar quietos, pero sin trabajar. He visto puestas de sol magníficas (aquí son a diario) y he trabajado sin pausa para conseguir el estado de imbecilidad propio de quien no tiene ni pasado ni futuro, tratando de olvidar todo lo relativo al trabajo, a la salud, a la enfermedad, incluso a la riqueza y a la pobreza.
Pero hoy a la hora de comer me han dado un estacazo en los dientes para recordarme que estoy fuera de sitio, que mi lugar no está ni aquí ni en unos mil kilómetros a la redonda, y me explico. Estaba yo tan tranquilo con mi querida familia comiendo cosas ricas propias del entorno, cuando se nos ha sentado en la mesa contigua una vocinglera familia compuesta por padre, madre, hijo e hija. Vamos, el ideal de pareja con su parejita. O para ser más exactos el padre con el hijo y la hija con la madre. Y la distinción es porque el padre y el hijo vestían camiseta de la selección. La madre y la hija atuendo playero bastardo sin marca ni equipo.
Han sido recibidos con gran alborozo por el camarero que inmediatamente ha hecho el sondeo futbolístico obligatorio “y de qué equipo zon uztedé” a lo que ha contestado el niño que “primero del madrí y luego del recre”. El padre se ha apresurado a puntualizar que “del madrí, del glorioso”.
Por supuesto el camarero se ha alegrado mucho de la respuesta y le ha dicho que “muy bien, como debe de zé. Aquí lo que no queremo e a lo der barza”.
(Discúlpese la torpe transcripción, pero trato de ser fiel a la fonética).
Y el asunto (trivial e insignificante) me devuelve a la España de pan y toros, de pandereta y faralaes. Que nos den por saco a los que no nos gusta el fútbol. Que nos den por saco a los que con nuestros impuestos pagamos a los nenes que luego tratan de escamotear impuestos de sus henchidas nóminas por jugar en la selección de nuestro país. Que nos den por saco a los que sostenemos el sistema. Mientras tanto gloria a los defraudadores, a los beneficiados, a los subvencionados, a los sinvergüenzas y a los incultos, pues de ellos será el reino de los borbones.
Nos duele mucho el país, porque está muy enfermo. Y por ello deberíamos estar curándole, para que no duela, pero mientras dejamos que unos malos curanderos agraven la enfermedad con sus técnicas contrarias al sentido común. Les dejamos que amputen los miembros sanos y que permitan que los gangrenados sigan pudríendose, poniendo en peligro la integridad de todo nuestro cuerpo y por tanto de nuestra vida.
Dejamos que nos sigan recortando derechos y nos penalicen por haber hecho las cosas bien. Los que hemos pagado siempre debemos de pagar más para subvencionar a los que no pagaron nunca y se gastaron lo que no tenían. Dejamos que nos atonten con el fútbol como para seguir dando la matraca con la camiseta de la selección una semana después de haber ganado el torneo. Ahí está el problema. Puedo entender que sirva de escape y de alegría un triunfo deportivo, pero no puedo comprender que se pueda seguir indefinidamente distraído con esa cuestión.
Simplemente recordaré a tanto patriota como parece andar suelto por ahí que la patria es algo más que una camiseta o una bandera, y que la patria se hace todos los días. Trabajando, esforzándose, con orgullo no de unos colores si no de un trabajo bien hecho, y de una colectividad que respeta al resto. Y en el respeto va no robar, no zafarse de las obligaciones y proteger los derechos de todos.
Y que el partido lo ganaron los que lo jugaron. Y que por jugarlo ganaron lo que ganaron (económicamente hablando). Y que los impuestos que deberían de pagar están tratando de escamotearlos. Y que son un hatajo de golfos. Aunque ganaran el partido.
Y que Haimar Zubeldia va el sexto en el tour. Y que a nadie le importa, porque ya no tenemos a nadie que vaya a por el primer puesto. Y que cuando hemos tenido a alguien luchando por el primero puesto iba hasta las cejas de sustancias prohibidas, pero eso no cuenta, no hay que ser mal español.
Y que si yo tuviese un hijo y una hija y fuese un fan de la selección, antes que comprar una camiseta para mi hijo y otra para mí, compraría una para mi hijo y otra para mi hija. O quizá sea que es verdad que ellas son más inteligentes. Aunque sea otro lugar común que aborrezco.
Nos han colocado la veneración al triunfo y no al trabajo. Vale el que gana (gane como gane) y no el que ha hecho todo lo posible por jugar bien. Da igual el camino si se logra el triunfo.
Yo mientras tanto voy a buscar los arreos para empezar a compartir los rudimentos de la escalada con mi hija éste otoño. Afortunadamente el material de montaña no tiene colores de equipo ni de selección. Si acaso, buscaré que tenga la bandera pirata. O como poco una cola de ballena.
domingo, 10 de junio de 2012
Vergüenza.
Hoy me invade un sentimiento de vergüenza.
Hace muchos años yo era lo que entonces se llamaba un entusiasta “europeísta”, un convencido de que el camino, el verdadero futuro estaba en integrarnos en aquel selecto club formado por franceses, italianos, alemanes, etc. Han pasado unos pocos lustros y quizá hoy podría pensar que se ha demostrado que estaba en lo cierto, dado que una vez más nuestra salvación parece estar en que la vieja Europa nos financie nuestros desastres.
Pero empiezo a verlo al revés. Quizá hubiera sido mejor no contar con la ayuda exterior de nadie y que nosotros mismos pagásemos con sangre, sudor y lágrimas los desmanes de aquellos que nos han puesto en la situación de necesitar limosna para salir del atolladero. Limosna que nos va a costar la honra y la hacienda claro está, aunque quizá el personal se esté pensando que estos miles de millones que nos van a inyectar vienen “de gratis”.
Probablemente era mejor someterse a una catarsis completa y que la situación se desbocase hasta el punto de que el pueblo tomase las riendas del asunto haciendo alguna que otra ejecución pública en plaza mayor de banqueros y otros estafadores. A lo mejor si el tornillo hubiese apretado lo suficiente la gente espabilaba un poquito.
Y ahora mi entonces amada Europa va a prestarnos el dinerito. Más concretamente se lo va a prestar a los bancos. Una vez demostrado que nuestro sistema bancario no es tan infalible como se decía, que los gestores de nuestros bancos han sido cuando menos ineficientes (o corruptos), lo que se va a hacer es financiar a aquellos que estrangulan a las familias dejándolas en la calle si es necesario. O sea, como siempre castigo a los buenos y premio a los malos. Reparto de sanciones entre los que han trabajado bien y medallas a los no participantes.
Una pena. La situación nos deja claro que la incompetencia no la tenemos en exclusiva. Nuestros próceres económicos europeos también parecen estar mirando a otro lado. Ni siquiera nos queda la esperanza de que con la intervención se nos obligue a una gestión mejor, a un sistema más equilibrado y justo. Todo lo contrario, más de lo mismo y dinero para los de siempre.
Se nos insiste por activa y por pasiva en que la cuenta no la pagaremos en derechos los ciudadanos. Que el dinero va a los bancos y serán los bancos quienes lo tengan que pagar ¿entonces por qué el dinero se le concede al Estado? La respuesta la tendremos pronto, por desgracia.
Y mientras todo este follón de números y declaraciones no está ni a medio digerir el presidente de este país que no he elegido (ni el presidente ni el país) pierde el culo a coger un avión para que todo el mundo pueda ver por televisión cómo gastamos el dinero que con tanta urgencia necesitábamos. Allí estaba, en la tribuna del campo de fútbol, junto al heredero de la corona que no he elegido (ni la corona ni el heredero, ni a la madre que lo parió). Haciendo ostentación de su pasión futblolera, de evidente buen humor.
Si yo le pido a alguien dinero porque lo necesito de verdad, evitaría que me viesen al día siguiente acudiendo a un campo de fútbol. Evitaría también parecer feliz y despreocupado. Evitaría viajes innecesarios. Ni aunque pudiera permitírmelo. Es una cuestión estética, pero también ética.
Y me da igual si el presidente y los principitos viajan con dinero propio, o lo que sería peor público. Hablamos de asistir a un partido que ni siquiera es una final. Hablamos de que nos puede ver cualquiera.
No sé que puede pensar un alemán que vea estas escenas. Quizá pueda pensar lo mismo que dicen pensar algunos que critican el PER, las comunidades autónomas eternamente subvencionadas, etc. Ven la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio.
Y lo que me da todavía más vergüenza es que a la gente le da lo mismo. Mucha gente con dificultades económicas casi insalvables no ha dejado de comprarse su camiseta oficial de la selección (vayan ustedes y vean los precios). Desde por la mañana ya andaban dando la matraca con las vuvucelas, atronando. Orgullosos de su selección. Sin pizquita de sensación de ridículo. Completamente ajenos a que estamos viviendo de la caridad de los demás paises. Sin calibrar el gasto que significa toda la parafernalia futbolera.
Y muchos de ellos con chanclas ¡Qué horterada!
Hace muchos años yo era lo que entonces se llamaba un entusiasta “europeísta”, un convencido de que el camino, el verdadero futuro estaba en integrarnos en aquel selecto club formado por franceses, italianos, alemanes, etc. Han pasado unos pocos lustros y quizá hoy podría pensar que se ha demostrado que estaba en lo cierto, dado que una vez más nuestra salvación parece estar en que la vieja Europa nos financie nuestros desastres.
Pero empiezo a verlo al revés. Quizá hubiera sido mejor no contar con la ayuda exterior de nadie y que nosotros mismos pagásemos con sangre, sudor y lágrimas los desmanes de aquellos que nos han puesto en la situación de necesitar limosna para salir del atolladero. Limosna que nos va a costar la honra y la hacienda claro está, aunque quizá el personal se esté pensando que estos miles de millones que nos van a inyectar vienen “de gratis”.
Probablemente era mejor someterse a una catarsis completa y que la situación se desbocase hasta el punto de que el pueblo tomase las riendas del asunto haciendo alguna que otra ejecución pública en plaza mayor de banqueros y otros estafadores. A lo mejor si el tornillo hubiese apretado lo suficiente la gente espabilaba un poquito.
Y ahora mi entonces amada Europa va a prestarnos el dinerito. Más concretamente se lo va a prestar a los bancos. Una vez demostrado que nuestro sistema bancario no es tan infalible como se decía, que los gestores de nuestros bancos han sido cuando menos ineficientes (o corruptos), lo que se va a hacer es financiar a aquellos que estrangulan a las familias dejándolas en la calle si es necesario. O sea, como siempre castigo a los buenos y premio a los malos. Reparto de sanciones entre los que han trabajado bien y medallas a los no participantes.
Una pena. La situación nos deja claro que la incompetencia no la tenemos en exclusiva. Nuestros próceres económicos europeos también parecen estar mirando a otro lado. Ni siquiera nos queda la esperanza de que con la intervención se nos obligue a una gestión mejor, a un sistema más equilibrado y justo. Todo lo contrario, más de lo mismo y dinero para los de siempre.
Se nos insiste por activa y por pasiva en que la cuenta no la pagaremos en derechos los ciudadanos. Que el dinero va a los bancos y serán los bancos quienes lo tengan que pagar ¿entonces por qué el dinero se le concede al Estado? La respuesta la tendremos pronto, por desgracia.
Y mientras todo este follón de números y declaraciones no está ni a medio digerir el presidente de este país que no he elegido (ni el presidente ni el país) pierde el culo a coger un avión para que todo el mundo pueda ver por televisión cómo gastamos el dinero que con tanta urgencia necesitábamos. Allí estaba, en la tribuna del campo de fútbol, junto al heredero de la corona que no he elegido (ni la corona ni el heredero, ni a la madre que lo parió). Haciendo ostentación de su pasión futblolera, de evidente buen humor.
Si yo le pido a alguien dinero porque lo necesito de verdad, evitaría que me viesen al día siguiente acudiendo a un campo de fútbol. Evitaría también parecer feliz y despreocupado. Evitaría viajes innecesarios. Ni aunque pudiera permitírmelo. Es una cuestión estética, pero también ética.
Y me da igual si el presidente y los principitos viajan con dinero propio, o lo que sería peor público. Hablamos de asistir a un partido que ni siquiera es una final. Hablamos de que nos puede ver cualquiera.
No sé que puede pensar un alemán que vea estas escenas. Quizá pueda pensar lo mismo que dicen pensar algunos que critican el PER, las comunidades autónomas eternamente subvencionadas, etc. Ven la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio.
Y lo que me da todavía más vergüenza es que a la gente le da lo mismo. Mucha gente con dificultades económicas casi insalvables no ha dejado de comprarse su camiseta oficial de la selección (vayan ustedes y vean los precios). Desde por la mañana ya andaban dando la matraca con las vuvucelas, atronando. Orgullosos de su selección. Sin pizquita de sensación de ridículo. Completamente ajenos a que estamos viviendo de la caridad de los demás paises. Sin calibrar el gasto que significa toda la parafernalia futbolera.
Y muchos de ellos con chanclas ¡Qué horterada!
miércoles, 30 de mayo de 2012
Logopedas.
Os ruego que observéis atentamente la imagen que encabeza el post. Supongo que la mayoría veis a un grupo de gente que lo pasa bien. Otros veréis a un afortunado varón rodeado de agraciadas señoritas. Algunos veréis en la imagen simplemente un momento de juerga.
Yo no veo nada de eso, o veo todo a la vez y no me importa porque veo algo mucho más importante. Yo veo un grupo de profesionales como la copa de un pino. Veo a los responsables de que yo hoy pueda hacer lo mismo que ellos. Puedo trabajar, puedo comunicarme, puedo ir de juerga con mis amigos, puedo pasarlo bien. Quizá lo único que no está a mi alcance es poder ir de mojitos rodeado de tan interesante compañía como la que rodea al suertudo caballero de la foto.
Dicho caballero tengo el honor de decir que es mi amigo. Nos conocimos hace muchos años y la vida nos separó como luego nos ha vuelto a juntar. Pero esta vez el destino me ponía en sus manos para que me devolviese la voz.
Gracias a mi amigo y a todas esas encantadoras mujeres que le rodean yo he recuperado mi voz que había perdido por los efectos colaterales de una cirugía salvadora, pero un poquito canalla
Ellos han hecho día a día con mucha paciencia que yo fuese recobrando al menos parte de lo que fue un chorro de voz y que hoy no pasa de reguerillo, pero que me permite hacer una vida normal.
Han sido pacientes, amables, cariñosos y sobre todo muy profesionales. Les he visto tratar a personas mayores con una dedicación y un amor muy por encima de lo que ningún sueldo puede pagar. Su implicación con cada paciente va muy por encima de una cuestión clínica, se dejan la piel en arrastrarnos hacia un futuro mejor para cada uno de nosotros.
Muchas veces pensamos que los profesionales de la sanidad pública tienden a insensibilizarse, que llega un momento que tienen que hacerse una coraza para defenderse del dolor que les rodea. En el caso de éste servicio puedo decir que trabajan sin red, que se entregan sin medida y que esa entrega los pacientes la recibimos como un estímulo difícil de sustituir.
No doy sus nombres porque no les he pedido permiso, pero ellos ya saben cómo se llaman. Bastante es que les he robado esta foto para tener un recuerdo de ellos y compartirlo con mis amigos que leen estos desbarros que escribo. Diré nada más que trabajan (o estudian) en la cada vez más mermada de medios Sanidad Pública (así, con mayúsculas) y que engrandecen con su actitud a un sistema que a algunos nos ha salvado la vida.
Os lo debo chicos. Gracias de verdad. Sabéis que en este humilde paciente tenéis un amigo, un esclavo, un siervo (que diría el gran López-Vázquez). Ahora he de seguir por mi cuenta, sin vuestra ayuda. Aunque os parezca mentira voy a echar de menos esas tardes de martes y jueves donde entre ejercicios de pataké pataká echábamos esas risas que también deberían de estar prescritas como terapia.
El sistema no juega a vuestro favor, sabéis que tenéis cosas y personas en contra, pero también tenéis que saber que en cada uno de nosotros que sale adelante hay algo de vosotros que nos acompañará siempre.
Y ahí queda la foto, como testimonio. No están todos, faltan algunas caras que también me han ayudado estos meses. Y sirva de aviso, todo aquel que se encuentre a estos individuos en algún local tomando mojitos, ha de saber que se encuentra ante unos grandes profesionales y unas excelentes personas. Que lo menos que puede hacer es invitarles a lo que quieran y que si alguna vez cae en sus manos, que se deje llevar. Estará lo más cerca posible que se puede de solucionar su problema. Son muy buenos.
Gracias de verdad. Besos a ellas y a ti amigo mio un abrazo muy fuerte. Hasta pronto.
lunes, 21 de mayo de 2012
La fotografía, espejo de la realidad.
Un buen amigo periodista, escritor y fotógrafo (comunicador omnímodo), está desde hace tiempo en campaña de reivindicación de la autoría de las imágenes. Es cierto que cada vez con más frecuencia se omite en los medios al autor de la fotografía, cosa impensable con el autor de los textos. Y la fotografía también tiene un autor. Y es un trabajo más que hay que respetar.
Mi amigo nos regalaba a través de su muro de Facebook al menos una foto diaria, bien de flores (de las que debe tener una magnífica y preciosa colección) o de sugerentes imágenes que desataban los comentarios de los que las recibíamos. Pues bien, ha tenido que dejar de hacernos tan bonito obsequio porque, a pesar de sus advertencias, alguien se dedicaba a utilizarlas para otros fines sin su expreso consentimiento. Una pena.
Yo no soy más que un humilde aficionado, a la búsqueda de un estilo personal y tratando de comunicar lo que interpreto de la realidad, pero le entiendo perfectamente, no me gustaría que alguien se aproveche sin más de mi esfuerzo.
Ayer reflexionando sobre el tema me puse a revisar un libro que se llama “Un día en la vida de España”, resultado de repartir a cien de los principales reporteros del mundo por nuestra geografía y reunir sus trabajos para mostrar nuestra rutina. El “experimento” se realizó en el año 1.987, en el que no se atisbaba siquiera la fotografía digital, pero la técnica fotográfica estaba en su pleno apogeo con una interconexión entre la fotografía artística y la de reportaje altísima. Ya los reporteros no se conformaban con presentar una imagen del suceso, había que dar un punto de vista diferente y el lenguaje fotográfico se había enriquecido muchísimo. Tanto que hoy por hoy aquellas imágenes probablemente han perdido fuerza en cuanto a lo que mostraban, pero el formato en el que lo hacían tiene toda su fuerza expresiva intacta.
En aquellos tiempos nos quejábamos de que la fotografía estaba considerada algo así como un arte menor, devaluada frente a otras técnicas plásticas como la pintura o la escultura. Aún así empezaban a tener auge las galerías dedicadas casi exclusivamente a los fotógrafos de éxito del momento . Hoy las circunstancias parecen haber ido a peor y en parte puede que tenga la culpa el hecho de que la tecnología parece una vez más habernos arrollado.
Si antes el ver una cámara réflex colgada de un cuello, en general, era señal de que la cabeza que iba por encima sabía de qué se trataba una cámara oscura, sabía diferenciar entre distintos tipos de película, sabía probablemente los intríngulis del laboratorio, en definitiva, sabía de fotografía, hoy no podemos hacer el mismo supuesto.
Respecto de los tiempos pasados, hoy la fotografía resulta mucho más precisa. Las cámaras son mucho más cercanas al usuario. Desde las integradas en los móviles, pasando por las compactas con todo tipo de automatismos como el reconocimiento facial, ajustes perfectos de luz, enfoques matriciales, hasta las réflex que pueden usarse de modo convencional o con diferentes programas adaptados a cada situación que hacen que el fotógrafo se convierta en un simple “encuadrador”.
Pero si consideramos todo lo anterior como puras técnicas (que lo son), hemos de juzgar la evolución por los resultados. Y ahí ya la cosa cambia. Hace años la cantidad de cámaras que andaban por la calle era mucho menor que hoy y sin embargo los resultados eran mucho mejores. Entre toda la cantidad de megabytes que se utilizan en el mundo para almacenar las imágenes que vamos generando, es difícil salvar la cuarta parte. Porque como en todo lo que sea arte hay mucha patraña.
La popularización de la fotografía ha hecho, en mi opinión, que esta se banalice. La gente cree que hacer una fotografía es simplemente apretar un botón y que si una imagen es mejor que otra es simplemente porque está hecha con una cámara más cara. Y esto lleva a la falta de respeto hacia un proceso creativo que tiene mucho de técnica y por supuesto de sensibilidad y de gusto.
Si a todo esto sumamos que en internet corre esa especie de “todo gratis”, estamos perdidos los que ponemos alguna foto en éste medio.
En cualquier caso, los que aprendimos a hacer fotos con aquellos carretes de blanco y negro, pasando horas con la luz roja o amarillo limón del laboratorio, seguiremos desafiando al siglo XXI con nuestras cámaras. Y tratando de contar la realidad según la vemos a través de nuestros objetivos. Porque la fotografía no está ni en una película ni en un sensor CMOS, está en nuestro cerebro y en nuestro corazón. Por eso duele tanto cuando nos las roban.
lunes, 16 de abril de 2012
Má vlast
De siempre he sentido una fascinación especial por todos aquellos sentimientos y movimientos creativos alrededor del concepto de patria. Aquellos intelectuales que a finales del siglo diecinueve y principios del veinte tanto le dieron vueltas al asunto nos legaron obras muy sentidas y en algunos casos indispensables en su género.
Concretamente Smetana con sus poemas sinfónicos bajo el título “Mi Patria” y sobre todo el archiconocido “El Moldava” nos dejó una música irrepetible. Tanto me gustaba y me gusta, que en mi primera visita a Praga lo primero que hice fue sentarme en una pequeña terraza que existe en una casa, que colgada sobre el río ofrece una vista privilegiada del Puente de Carlos, quizá la vista más famosa del río y desde luego bellísima. Allí, con una inevitable cerveza checa me puse en la cabeza a sonar la música de Smetana y por un rato traté de entender el sentimiento del autor frente al río que le inspiró tan patriótica partitura. Nada, fue inútil una vez más.
La música me encanta, la vista era bucólica, incluso la cerveza estaba muy buena, pero está claro que mi interés en todo lo que se refiere a las patrias es una especie de prueba de superación de un trauma que no se me va a pasar.
Y es que uno no ha creído nunca en la patria, ni en la propia ni en la de los demás. Una cosa es que pueda apoyar hasta el último momento a un pueblo a conseguir su deseo de ser nación. No es que crea en la autodeterminación si no que creo que si un pueblo puede elegir democráticamente el modelo de farolas que pone en sus calles ¿por qué no ha de poder elegir su adscripción territorial?
Pero no es para mi. Me parece bien que cada uno pueda adorar el ídolo que le parezca oportuno, pero más allá de las conveniencias económicas coyunturales, de los momentos políticos concretos, las patrias a mi no me dicen nada. No creo que el azar de nacer en un lugar o en otro pueda determinar el sentimiento hacia un país, y mucho menos que le confiera ventajas objetivas sobre los demás.
Muchas veces me he cuestionado la cosa, y es que siempre he tenido cerca gente que ha hecho apología de su patria (distintas patrias, entiéndase). Y llego siempre a la conclusión de que no tengo capacidad de sentir patriotismo. Como otros no lloran o son incapaces de decir que quieren. Yo no puedo. Para colmo la que me toca no me gusta.
Y la revisión nuevamente de lo patriótico me viene por el post del buen Servio, que a partir de un inquietante cuadro de un hombre subido a una montaña sobre un mar de niebla, me recuerda que sí al menos he sentido siempre un territorio como mio, la montaña.
Y lo bello es que esa, mi patria, está en cada sitio que hay una montaña, no tiene fronteras, no tiene idiomas. Está en cada pico que subo, en cada valle que recorro. Y además sé que la comparto con otra mucha gente que ha hecho de la montaña su patria. Es un sentimiento muy de la gente de montaña no tener un gran apego a las banderas, quizá porque marcan fronteras, y eso en sí mismo es una limitación.
Supongo que si yo hubiese tenido alguna gracia creativa la hubiese hecho valer para explicar el sentimiento del sol abrasador al caminar sobre la nieve, del frío intenso en la noche helada en una pared, de la lluvia azotando el rostro en mitad de una escalada o también de la tormenta en el valle vista desde un pico a través de un mar de nubes, mientras se obtiene la recompensa del sol a cambio del esfuerzo de la ascensión.
En definitiva la fuerza de la naturaleza ante la debilidad del hombre, pero que a la vez nos hace sentir poderosos. Como si estuviésemos desafiando a los dioses con nuestra presencia, como si fuésemos inmortales. Con el corazón repiqueteando por el esfuerzo y la cabeza emborrachada por la euforia del objetivo conseguido.
Tiene mi patria además otras ventajas y es que no compite con otras patrias. No es mejor que ninguna y nadie puede atraparla dentro de unas fronteras. Es libre y no tiene gobierno. Todos sus ciudadanos podemos dejar de serlo y volver otra vez.Y no cobra impuestos.
Nota: "Adorna" el texto una foto de mi hija y yo mismo cuando aún cantaba arias de Verdi, en la parte de mi patria que cae en los Alpes.
viernes, 6 de abril de 2012
Con las narices hinchadas.
Me hierve la sangre. Mira que me lo he intentado tomar con calma, pero no puede ser.
De siempre me he declarado católico, hasta ahora, pero me lo estoy pensando. Mi amigo Pedro dice que soy casi más calvinista que luterano a estas alturas, aunque creo que si la cosa sigue así se va a quedar corto.
Cada vez que llega la dichosa Semana Santa nos pasan por la nariz los diferentes atentados contra la salud y el buen gusto que recorren como una epidemia nuestra (nunca mejor dicho) piel de toro.
Desde los “empalaos”, los “picaos”, los que pasean sus otrora siempre calzados pies por el asfalto, los de las cadenas en los tobillos, los que se desuellan las rodillas, los que se flagelan de mil formas distintas, hasta los militares de un estado laico metidos a músico de procesión o a custodio de paso, pasando por las señoras de peineta anual renovable, me tienen contento con el mal gusto que destila la cuestión.
Y no me vale lo de la expresión cultural, lo de la tradición y lo del reclamo turístico. Como digo soy católico, y como tal no me explico el culto a lo tenebroso, la apología de la muerte por sí misma, el aprovechar la cuestión para turismo ni todo el circo que nos montan.
Mientras la Iglesia oficial nos habla de recogimiento y nos llama a la austeridad toda nuestra Andalucía se coge una cogorza en la “madrugá” entre raciones de jamón que darían envidia al peor de los borrachos. No anda lejos la austera Castilla, con sus procesiones silenciosas y de estética oscurantista, rodeadas eso sí de un montón de bares abiertos.
Y mientras ese Jesús que muere por nosotros para darnos un mensaje de esperanza y de vida (lo que parece olvidar esa Iglesia que continuamente acusa y condena), ese Jesús que muere para resucitar el domingo, es ignorado por todos ellos. Aquí cada uno tiene “su” Cristo y “su” Virgen, despreciando al del resto. Adoran a la talla y obvian lo que representa. Por eso uno se va haciendo cada vez más luterano, casi calvinista, casi ateo. Porque con la que está cayendo a veces me pregunto con verdadera angustia dónde está el Dios que permite determinadas cosas, y mirando a “su pueblo” entiendo que debe andar de incógnito en una tabernita cualquiera poniéndose tibio de manzanilla y gritando “Macarena … Guapa”, porque si de verdad es el Consejero Delegado o el Gerente de nuestro mundito, de verdad que la está cagando y es mejor que beba para olvidar. Y que se jubile. Y que haga un ERE, que tiene un consejo de administración para echarlo a la calle y unos socios que tienen intereses fuera de la empresa.
De siempre me he declarado católico, hasta ahora, pero me lo estoy pensando. Mi amigo Pedro dice que soy casi más calvinista que luterano a estas alturas, aunque creo que si la cosa sigue así se va a quedar corto.
Cada vez que llega la dichosa Semana Santa nos pasan por la nariz los diferentes atentados contra la salud y el buen gusto que recorren como una epidemia nuestra (nunca mejor dicho) piel de toro.
Desde los “empalaos”, los “picaos”, los que pasean sus otrora siempre calzados pies por el asfalto, los de las cadenas en los tobillos, los que se desuellan las rodillas, los que se flagelan de mil formas distintas, hasta los militares de un estado laico metidos a músico de procesión o a custodio de paso, pasando por las señoras de peineta anual renovable, me tienen contento con el mal gusto que destila la cuestión.
Y no me vale lo de la expresión cultural, lo de la tradición y lo del reclamo turístico. Como digo soy católico, y como tal no me explico el culto a lo tenebroso, la apología de la muerte por sí misma, el aprovechar la cuestión para turismo ni todo el circo que nos montan.
Mientras la Iglesia oficial nos habla de recogimiento y nos llama a la austeridad toda nuestra Andalucía se coge una cogorza en la “madrugá” entre raciones de jamón que darían envidia al peor de los borrachos. No anda lejos la austera Castilla, con sus procesiones silenciosas y de estética oscurantista, rodeadas eso sí de un montón de bares abiertos.
Y mientras ese Jesús que muere por nosotros para darnos un mensaje de esperanza y de vida (lo que parece olvidar esa Iglesia que continuamente acusa y condena), ese Jesús que muere para resucitar el domingo, es ignorado por todos ellos. Aquí cada uno tiene “su” Cristo y “su” Virgen, despreciando al del resto. Adoran a la talla y obvian lo que representa. Por eso uno se va haciendo cada vez más luterano, casi calvinista, casi ateo. Porque con la que está cayendo a veces me pregunto con verdadera angustia dónde está el Dios que permite determinadas cosas, y mirando a “su pueblo” entiendo que debe andar de incógnito en una tabernita cualquiera poniéndose tibio de manzanilla y gritando “Macarena … Guapa”, porque si de verdad es el Consejero Delegado o el Gerente de nuestro mundito, de verdad que la está cagando y es mejor que beba para olvidar. Y que se jubile. Y que haga un ERE, que tiene un consejo de administración para echarlo a la calle y unos socios que tienen intereses fuera de la empresa.
viernes, 23 de marzo de 2012
Una instantánea en el recuerdo.
Me voy a permitir, no sé si a mi pesar, un pequeño ejercicio de exhibicionismo de mis recuerdos.
Guardo con mucho cariño una foto de cuando no tenía barba, es decir de los quince años, ya que a los dieciséis decidí no afeitarme y he seguido hasta ahora fiel a mi precepto, salvo una vez a los veinte. El intento fue fallido y automáticamente deje de nuevo crecer el camuflaje facial. Pero no es mi barba el objeto del post.
Como digo, tenía quince años, una edad en la que no había límites. Mi cuerpo funcionaba en la montaña como un reloj suizo. A pesar de que aún me quedaban por delante unos años para consolidar mi mecanismo, la respuesta al esfuerzo era fantástica. Tengo un recuerdo maravilloso de aquellos años. Y esta foto es el centro de muchos de ellos. Está hecha en la cima del Naranjo de Bulnes, que por entonces (y aún hoy) era una de mis obsesiones montañeras. La montaña perfecta para escalar, inaccesible para los no escaladores, un mito de la época.
Falta en la foto el que la hace, Luis. Los demás son Milli, Jesús, Lali y un servidor.
Aquellos días en los Picos fueron una delicia. Pude compartirlos con aquellos compañeros que además lo eran de cordada (una de tres y otra de dos, por supuesto), y con otra gente que poblaba el Campamento Nacional de Montaña en el que se celebraba el 75 aniversario de la primera escalada al Naranjo. Corría (que se las pelaba) el año 1.979. Pude andar junto a Teógenes Díaz en una marcha por el Cares, compartir con montañeros que han escrito las primeras páginas de la escalada en España. Pude preguntar en las tertulias nocturnas mis dudas a Jordi Pons, a Miguel Ángel García Gallego. Pude comer un “bollo preñao” con Jerónimo López. En fin, que pude entablar cierta amistad con gente a la que luego frecuentaría más adelante.
Aprendí mucho en aquellos años. Disfruté más aún. Y para que quede constancia de aquella época he pensado compartir la susodicha foto que he guardado desde entonces con mucho cariño. Tengo otras fotos de otras escaladas (pocas a decir verdad), pero no sabría decir por qué a esta le tengo un cariño especial.
Y como entonces la mayoría de los que echáis un vistazo a éste post no me conocías, he decidido dejárosla ver. Pero solo un poquito.
martes, 20 de marzo de 2012
Un nuevo colega para la montaña.
Tendría que dar gracias a Dios todos los días por los amigos que tengo. Pero con frecuencia se me olvida hacerlo, debido fundamentalmente a que los tengo cada vez que quiero, no me da tiempo a echarlos en falta. Unos u otros siempre están ahí, sin darme tiempo a estar solo más allá del tiempo que yo deseo estarlo. Y el domingo ahí estuvieron otra vez, en esta ocasión andando por el monte que es nuestro medio natural de expresión, el sitio de nuestro recreo que diría la canción. Es ese lugar en el que todos nosotros somos más nosotros mismos, donde reímos con ganas y sin artificio, donde callamos sin reservas el tiempo que necesitamos sin que el silencio nos moleste.
Y entre risas y resbalones en el hielo, al que mis experimentadas posaderas volvieron una vez mas a tomar la temperatura de golpe, allí estaba un compañero de ruta especial. Alguien que estuvo toda la jornada pendiente de mí. Discreta y calladamente, pero pendiente de cada movimiento que yo hacía. Por primera vez desde que salimos juntos al monte sentí a mi hija como un compañero más, no como alguien de quien tengo que ir pendiente, si no de uno más de nosotros. Estuvo tranquila en los pasos en que algunos adultos hacían aspavientos, preocupada cuando yo hacía volatines en la pista de patinaje, divertida con las bromas, participativa en las conversaciones pero sin salir del espacio que por edad le toca. Después de comer, ella (y yo) teníamos frío, con lo que nos adelantamos en la salida a los demás. Y estuvimos un rato solos andando. Me fue comentando durante ese rato sus impresiones sobre lo acontecido en el día, se preocupaba de que yo fuese andando por el sol para que recuperase calor, me gastaba bromas, éramos cómplices.
Luego, todos agrupados otra vez después de un rato buscando truchas juntos, ella seguía caminando a mi lado. No hubo quejas de la distancia, ni del frío, ni de nada. Disfrutó de verdad. Y todo ello me recordó cuando yo a su edad compartía jornadas montañeras con gente bastante mayor que yo y que me enseñó tanto. Yo tuve más suerte que ella, porque mis compañeros eran gente con una experiencia muchísimo más valiosa que la mía, pero a cambio yo tengo el compromiso de entregarle lo que se y lo que me enseñaron, que fue mucho. Además si en algo cuenta el orgullo que siente el que enseña, en mi caso estoy convencido de que nadie habrá más henchido que yo ante semejante alumno.
Ya no se conforma con ir y venir, pregunta acerca de las cuestiones técnicas. Se informa de las cimas de los alrededores. Y ya hace peticiones de los sitios a los que quiere subir. Es mucho comparado con lo que he visto en los últimos años en los adultos.
Y no es pasión de padre, de verdad que es buena compañera para la montaña. A poco que aprenda bien algunas técnicas y gane un poco de autonomía no habrá quien la eche el guante. He visto bastantes aprendices de brujo y esta apunta maneras.
Y con ella, con mi santa y con mis amigos disfruté de un domingo en el que brillaron por igual el sol y el frío. Un domingo en el que descubrí por primera vez en mi hija el primer rasgo de lo que siempre he deseado ver, como cuando un escultor empieza a ver la obra en la piedra que va cincelando. No quiero atar su futuro a mis deseos, pero si quiero disfrutar junto a ella de lo que para mi es el centro de mi vida. Que elija la profesión que quiera, que haga con su vida lo que le de la gana, pero que no pierda el gusto de sacar a paseo a su padre con una mochila a la espalda.
La montaña para algunos de nosotros es tan importante como pueda serlo nuestra profesión, e incluso tanto como nuestra religión o en su caso el esquema moral que cada uno tenga. Nos ha hecho ser como somos, nos ha forjado el carácter y la voluntad. Y además, como si fuera una tarta de cumpleaños, nos ha puesto por encima esos adornos tan bonitos y tan dulces que son los amigos. Amigos que sin la montaña probablemente no tendríamos. Todo ello forma una unidad indisoluble.
Y mi hija ya es una de las guindas de la tarta.
Y entre risas y resbalones en el hielo, al que mis experimentadas posaderas volvieron una vez mas a tomar la temperatura de golpe, allí estaba un compañero de ruta especial. Alguien que estuvo toda la jornada pendiente de mí. Discreta y calladamente, pero pendiente de cada movimiento que yo hacía. Por primera vez desde que salimos juntos al monte sentí a mi hija como un compañero más, no como alguien de quien tengo que ir pendiente, si no de uno más de nosotros. Estuvo tranquila en los pasos en que algunos adultos hacían aspavientos, preocupada cuando yo hacía volatines en la pista de patinaje, divertida con las bromas, participativa en las conversaciones pero sin salir del espacio que por edad le toca. Después de comer, ella (y yo) teníamos frío, con lo que nos adelantamos en la salida a los demás. Y estuvimos un rato solos andando. Me fue comentando durante ese rato sus impresiones sobre lo acontecido en el día, se preocupaba de que yo fuese andando por el sol para que recuperase calor, me gastaba bromas, éramos cómplices.
Luego, todos agrupados otra vez después de un rato buscando truchas juntos, ella seguía caminando a mi lado. No hubo quejas de la distancia, ni del frío, ni de nada. Disfrutó de verdad. Y todo ello me recordó cuando yo a su edad compartía jornadas montañeras con gente bastante mayor que yo y que me enseñó tanto. Yo tuve más suerte que ella, porque mis compañeros eran gente con una experiencia muchísimo más valiosa que la mía, pero a cambio yo tengo el compromiso de entregarle lo que se y lo que me enseñaron, que fue mucho. Además si en algo cuenta el orgullo que siente el que enseña, en mi caso estoy convencido de que nadie habrá más henchido que yo ante semejante alumno.
Ya no se conforma con ir y venir, pregunta acerca de las cuestiones técnicas. Se informa de las cimas de los alrededores. Y ya hace peticiones de los sitios a los que quiere subir. Es mucho comparado con lo que he visto en los últimos años en los adultos.
Y no es pasión de padre, de verdad que es buena compañera para la montaña. A poco que aprenda bien algunas técnicas y gane un poco de autonomía no habrá quien la eche el guante. He visto bastantes aprendices de brujo y esta apunta maneras.
Y con ella, con mi santa y con mis amigos disfruté de un domingo en el que brillaron por igual el sol y el frío. Un domingo en el que descubrí por primera vez en mi hija el primer rasgo de lo que siempre he deseado ver, como cuando un escultor empieza a ver la obra en la piedra que va cincelando. No quiero atar su futuro a mis deseos, pero si quiero disfrutar junto a ella de lo que para mi es el centro de mi vida. Que elija la profesión que quiera, que haga con su vida lo que le de la gana, pero que no pierda el gusto de sacar a paseo a su padre con una mochila a la espalda.
La montaña para algunos de nosotros es tan importante como pueda serlo nuestra profesión, e incluso tanto como nuestra religión o en su caso el esquema moral que cada uno tenga. Nos ha hecho ser como somos, nos ha forjado el carácter y la voluntad. Y además, como si fuera una tarta de cumpleaños, nos ha puesto por encima esos adornos tan bonitos y tan dulces que son los amigos. Amigos que sin la montaña probablemente no tendríamos. Todo ello forma una unidad indisoluble.
Y mi hija ya es una de las guindas de la tarta.
martes, 6 de marzo de 2012
Cosas de niños de casi cincuenta.
Hace cuarenta años compartíamos pupitre. El otro día compartimos un cocido. Fantástico. Fantástico el cocido y fantástico el rato que pasamos.
Está bien que de vez en cuando el pasado de una patada a la puerta de la normalidad y okupe el presente, así, de golpe y porrazo. Tras décadas de olvido una ráfaga de viento quitó el polvo a los recuerdos y volvieron a brillar los rostros de los compañeros, las portadas de los libros, los juegos y aquel proceso de aprendizaje que empezaba a ponerse en marcha.
A Karlos le había visto ya antes, ya habíamos iniciado la recuperación de los recuerdos, pero ciertamente fue con Gonzalo con quien la maquinaria se puso definitivamente en marcha. Quizá Karlos ha necesitado más espacio para los nuevos conocimientos y ha tenido que tirar lastres que no eran útiles mientras que Gonzalo y yo nos hemos ido apañando con menos espacio, lo cierto es que parece que nos acordamos de más cosas. No es importante, desde luego. Lo importante es el espíritu con el que se recuerdan las cosas, no la claridad de las imágenes.
Todo empezó en un aula que albergaba a unos cuarenta arrapiezos con todo su futuro por delante. Verdaderos diamantes verdaderamente en bruto. Y el primer joyero encargado de tallarlos se llamó Juan Bonet. Nuestro primer profesor. Como ninguno teníamos experiencia anterior en el colegio (salvo los que pasamos por párvulos, que entonces no era obligatorio), no podíamos comparar, pero la cosa empezó amena.
Recuerdo algunos detalles significativos de aquel curso. En cuanto hacía buen tiempo nuestro profesor nos sacaba a la calle. Quiero recordar que éramos cuarenta y no había profesores de apoyo ni auxiliares para control de la manada, ni perros pastores. Una de las veces nos llevó andando desde el colegio hasta el Cementerio Civil (y vuelta) donde pudimos ver las tumbas de Pío Baroja, de Pablo Iglesias, etc. Al volver a casa yo lo conté con toda la naturalidad. Naturalidad que faltaba en los adultos a la hora de encajar el asunto (era el año 68, creo). En otra ocasión nos llevó a visitar a unos gitanos que estaban acampados en unos terrenos relativamente próximos al colegio. Ellos nos contaron sus costumbres mientras nosotros abríamos los ojos con absoluta falta de prejuicios. Y yo al volver a casa lo expliqué de nuevo con la misma naturalidad de la otra vez.
Si permanecíamos en el aula hacíamos ejercicios de lectura de un libro de cuentos que aún conservo, y sobre todo cantábamos. Por si alguien se acuerda pongo abajo un link a una página web que contiene la canción traducida del Tío Pep que nos enseñó aquel buen maestro orgulloso de su lengua materna. Era valenciano.
Me viene también a la cabeza un compañero más que no estaba matriculado. Se llamaba Alfonso. Era un vecino algo mayor que nosotros que no iba al colegio porque tenía síndrome de Down. Entonces las cosas eran así. Me parece estar viéndole, armado siempre de un rastrillo de plástico que usaba como herramienta multiuso y que una vez acabó haciendo trizas un disco que estábamos escuchando en uno de aquellos pickup “portátiles” de la época. Alfonso aparecía de vez en cuando en la puerta de clase y Don Juan le hacía sentarse con nosotros a compartir nuestra clase. Se sumaba también a nuestros juegos en el recreo y a la salida del cole. Como uno más. Años después han hecho algo así de forma oficial y le han llamado integración.
Y en esas condiciones empezó nuestro aprendizaje en aquel colegio. Muchos años después al encontrarme con distintos compañeros de esos años, aunque sea fugazmente, he podido comprobar que los niveles académicos alcanzados han sido heterogéneos, pero en general se había conseguido el objetivo que yo me he marcado para con mi hija. Formar personas. Y además buenas personas. No es poco.
Mis padres habían elegido ese colegio por proximidad y porque alguien se lo había recomendado. Tiempo después supe que aquel centro tenía un ideario y que estaba basado en los preceptos que sentó en su día la Institución Libre de Enseñanza.
Lo cierto es que con profesores mejores y peores el tiempo fue transcurriendo y dejando un recuerdo maravilloso de aquellos años absolutamente felices entre rodillas llenas de costras, amistad y descubrimientos.
¡Qué bonito está siendo recordarlo! Gracias amigos por hacerme revivir tan buenos momentos.
Otro día le daremos un repasito a los personajes que formaron el cuento, que no tienen desperdicio.
Link para la canción del Tío Pep:
http://www.comarcarural.com/valencia/musica/eltiopep.htm
Está bien que de vez en cuando el pasado de una patada a la puerta de la normalidad y okupe el presente, así, de golpe y porrazo. Tras décadas de olvido una ráfaga de viento quitó el polvo a los recuerdos y volvieron a brillar los rostros de los compañeros, las portadas de los libros, los juegos y aquel proceso de aprendizaje que empezaba a ponerse en marcha.
A Karlos le había visto ya antes, ya habíamos iniciado la recuperación de los recuerdos, pero ciertamente fue con Gonzalo con quien la maquinaria se puso definitivamente en marcha. Quizá Karlos ha necesitado más espacio para los nuevos conocimientos y ha tenido que tirar lastres que no eran útiles mientras que Gonzalo y yo nos hemos ido apañando con menos espacio, lo cierto es que parece que nos acordamos de más cosas. No es importante, desde luego. Lo importante es el espíritu con el que se recuerdan las cosas, no la claridad de las imágenes.
Todo empezó en un aula que albergaba a unos cuarenta arrapiezos con todo su futuro por delante. Verdaderos diamantes verdaderamente en bruto. Y el primer joyero encargado de tallarlos se llamó Juan Bonet. Nuestro primer profesor. Como ninguno teníamos experiencia anterior en el colegio (salvo los que pasamos por párvulos, que entonces no era obligatorio), no podíamos comparar, pero la cosa empezó amena.
Recuerdo algunos detalles significativos de aquel curso. En cuanto hacía buen tiempo nuestro profesor nos sacaba a la calle. Quiero recordar que éramos cuarenta y no había profesores de apoyo ni auxiliares para control de la manada, ni perros pastores. Una de las veces nos llevó andando desde el colegio hasta el Cementerio Civil (y vuelta) donde pudimos ver las tumbas de Pío Baroja, de Pablo Iglesias, etc. Al volver a casa yo lo conté con toda la naturalidad. Naturalidad que faltaba en los adultos a la hora de encajar el asunto (era el año 68, creo). En otra ocasión nos llevó a visitar a unos gitanos que estaban acampados en unos terrenos relativamente próximos al colegio. Ellos nos contaron sus costumbres mientras nosotros abríamos los ojos con absoluta falta de prejuicios. Y yo al volver a casa lo expliqué de nuevo con la misma naturalidad de la otra vez.
Si permanecíamos en el aula hacíamos ejercicios de lectura de un libro de cuentos que aún conservo, y sobre todo cantábamos. Por si alguien se acuerda pongo abajo un link a una página web que contiene la canción traducida del Tío Pep que nos enseñó aquel buen maestro orgulloso de su lengua materna. Era valenciano.
Me viene también a la cabeza un compañero más que no estaba matriculado. Se llamaba Alfonso. Era un vecino algo mayor que nosotros que no iba al colegio porque tenía síndrome de Down. Entonces las cosas eran así. Me parece estar viéndole, armado siempre de un rastrillo de plástico que usaba como herramienta multiuso y que una vez acabó haciendo trizas un disco que estábamos escuchando en uno de aquellos pickup “portátiles” de la época. Alfonso aparecía de vez en cuando en la puerta de clase y Don Juan le hacía sentarse con nosotros a compartir nuestra clase. Se sumaba también a nuestros juegos en el recreo y a la salida del cole. Como uno más. Años después han hecho algo así de forma oficial y le han llamado integración.
Y en esas condiciones empezó nuestro aprendizaje en aquel colegio. Muchos años después al encontrarme con distintos compañeros de esos años, aunque sea fugazmente, he podido comprobar que los niveles académicos alcanzados han sido heterogéneos, pero en general se había conseguido el objetivo que yo me he marcado para con mi hija. Formar personas. Y además buenas personas. No es poco.
Mis padres habían elegido ese colegio por proximidad y porque alguien se lo había recomendado. Tiempo después supe que aquel centro tenía un ideario y que estaba basado en los preceptos que sentó en su día la Institución Libre de Enseñanza.
Lo cierto es que con profesores mejores y peores el tiempo fue transcurriendo y dejando un recuerdo maravilloso de aquellos años absolutamente felices entre rodillas llenas de costras, amistad y descubrimientos.
¡Qué bonito está siendo recordarlo! Gracias amigos por hacerme revivir tan buenos momentos.
Otro día le daremos un repasito a los personajes que formaron el cuento, que no tienen desperdicio.
Link para la canción del Tío Pep:
http://www.comarcarural.com/valencia/musica/eltiopep.htm
jueves, 1 de marzo de 2012
De Silvio a Milanés y tiro porque me toca.
Siempre me pasa lo mismo. Empiezo escuchando a Silvio Rodríguez y acabo sujetando la lágrima con Pablo Milanés. Y es que las canciones siempre nos traen detrás recuerdos, amigos, sensaciones y estados de ánimo. Y me pasa porque detrás de la canción que pego por ahí abajo está un amigo que fue compañero de pateos montañeros. El buen Luigi. Era (o es) chileno-español-italiano, por eso lo de Luigi, porque su nombre era Luis. Tenía tras de sí una historia terrible, que a los dieciséis años de edad no pude digerir completamente y creo que me marcó para siempre. Había nacido en Chile hijo de un español que no comulgaba con el régimen al uso y tuvo que salir por patas para poder seguir siendo libre (ya se nos olvida, pero aquí pasaban esas cosas). Y eligió Chile, donde conoció a una italiana con la que se casó. Tuvieron dos hijos, Federico y Luis. Formaban una familia normal. Años después un golpe militar que acababa con las ilusiones políticas honestas de un mundo mejor, acabó también con esa familia. El paraíso de libertad se tornó esta vez en el último trayecto del viaje. Mi amigo Luigi me contaba como delante de él y de su hermano aquellos militares acabaron con sus padres y de cómo les hicieron presenciar todas aquellas atrocidades para que aprendiesen lo que les pasaba a los filocomunistas. Después paradójicamente su viaje en busca de la libertad lo hicieron de vuelta aquí, donde la familia de su padre los recogió. Luigi era un buen muchacho, incapaz de una acción violenta. Siempre pendiente de los demás, a pesar de su propia fragilidad. Poco tiempo después cambió de colegio y perdimos el contacto, pero su historia viene conmigo desde entonces. Y se lo agradezco, porque me hizo ver como alguien puede superar algo tan terrible a base de darse a los demás, quizá en una huida de sí mismo y de su pasado. Pero no he superado aquella cuestión. Y cada vez que oigo esta canción se me ponen los pelos de punta y la rabia acaba con mi cansancio y con mi acomodo. Y empiezo a ver los recortes de derechos, las injusticias de la “justicia” y me pongo de mala leche. Porque hay muchas maneras de acabar con la libertad y de asfixiar a una sociedad. No solo con un fusil. Con todo lo que han dado otros por la libertad, los que no luchamos por nuestros derechos no merecemos nada.
viernes, 24 de febrero de 2012
Andoni.
Chiquitero de pro, socarrón, amable, camarero de los que dignifican su profesión, vizcaíno de los que da gusto tratar, hombre justo y cabal. Así recordaré siempre a Andoni.
Nuestro Andoni, el que desde el otro lado de la barra estaba siempre con nosotros.
Hoy mientras comía con unos amigos del cole me han llamado para darme la noticia. Y desde luego me ha dejado tocado. Lo esperaba, pero no por ello ha dejado de impactarme.
No es que tuviese con él una relación muy continuada, pero cada vez que nos veíamos disfrutábamos del bello arte de lanzarnos pullas mutuamente, siempre dentro del respeto y de la estricta broma blanca. Él siempre tenía balas en la recámara para acabar friéndome a frases con doble sentido llenas de humor. Hemos compartido barra cada uno desde un lado y también en alguna ocasión juntos tomando algo.
No estoy muy lúcido (ni lucido) para escribir nada que merezca la pena ser leído, pero necesito poner negro sobre blanco que me parece injusto que nos lo hayan arrebatado así.
Andoni y yo hemos compartido algo que nunca hubiésemos deseado. Hemos tenido exactamente la misma enfermedad. Yo he podido superar el cáncer de esófago, pero a él se lo ha llevado por delante. Y eso me crea cierto sentimiento no se si de culpabilidad, de vergüenza o simplemente de tristeza, pero lo cierto es que empaña mi alegría de estar vivo el que un amigo muera de lo mismo de lo que yo me he librado.
Y de verdad que no es por el “me podía haber pasado a mí”. En este momento no me siento bien precisamente porque sé que soy un privilegiado y a un amigo le ha faltado la suerte que yo he tenido.
No nos habíamos acostumbrado a entrar en Kupela y que no estuviese allí, como esperándonos, con su eterna sonrisa. Siempre le vi de buen humor, hasta cuando no hace mucho tuvo una parálisis facial que le torció el gesto y de la que él era el primero en hacer bromas. Ahora pasará el tiempo y aquella barra no volverá a ser la misma, porque en su ausencia teníamos siempre la esperanza de su vuelta, pero ahora no va a ser posible.
Desde que supe que estaba enfermo no he vuelto a verle. Y casi lo prefiero, tengo el recuerdo del amigo jovial que siempre tenía una broma preparada. Incluso me cuesta precisar el recuerdo de nuestro último encuentro. La memoria juega estas malas pasadas.
No conozco a su familia, pero si sé que somos muchos los amigos que le vamos a echar en falta. Quiero por eso compartir mi sentimiento con vosotros, porque los que le habéis conocido seguro, que igual que yo, os vais a sentir huérfanos de Andoni.
Nuestro Andoni, el que desde el otro lado de la barra estaba siempre con nosotros.
Hoy mientras comía con unos amigos del cole me han llamado para darme la noticia. Y desde luego me ha dejado tocado. Lo esperaba, pero no por ello ha dejado de impactarme.
No es que tuviese con él una relación muy continuada, pero cada vez que nos veíamos disfrutábamos del bello arte de lanzarnos pullas mutuamente, siempre dentro del respeto y de la estricta broma blanca. Él siempre tenía balas en la recámara para acabar friéndome a frases con doble sentido llenas de humor. Hemos compartido barra cada uno desde un lado y también en alguna ocasión juntos tomando algo.
No estoy muy lúcido (ni lucido) para escribir nada que merezca la pena ser leído, pero necesito poner negro sobre blanco que me parece injusto que nos lo hayan arrebatado así.
Andoni y yo hemos compartido algo que nunca hubiésemos deseado. Hemos tenido exactamente la misma enfermedad. Yo he podido superar el cáncer de esófago, pero a él se lo ha llevado por delante. Y eso me crea cierto sentimiento no se si de culpabilidad, de vergüenza o simplemente de tristeza, pero lo cierto es que empaña mi alegría de estar vivo el que un amigo muera de lo mismo de lo que yo me he librado.
Y de verdad que no es por el “me podía haber pasado a mí”. En este momento no me siento bien precisamente porque sé que soy un privilegiado y a un amigo le ha faltado la suerte que yo he tenido.
No nos habíamos acostumbrado a entrar en Kupela y que no estuviese allí, como esperándonos, con su eterna sonrisa. Siempre le vi de buen humor, hasta cuando no hace mucho tuvo una parálisis facial que le torció el gesto y de la que él era el primero en hacer bromas. Ahora pasará el tiempo y aquella barra no volverá a ser la misma, porque en su ausencia teníamos siempre la esperanza de su vuelta, pero ahora no va a ser posible.
Desde que supe que estaba enfermo no he vuelto a verle. Y casi lo prefiero, tengo el recuerdo del amigo jovial que siempre tenía una broma preparada. Incluso me cuesta precisar el recuerdo de nuestro último encuentro. La memoria juega estas malas pasadas.
No conozco a su familia, pero si sé que somos muchos los amigos que le vamos a echar en falta. Quiero por eso compartir mi sentimiento con vosotros, porque los que le habéis conocido seguro, que igual que yo, os vais a sentir huérfanos de Andoni.
martes, 17 de enero de 2012
Retorcer las palabras.
Estoy un poco ñoño. Sirva de aviso a todos aquellos que se enfrenten a estas letras. Hoy me han dado los resultados de la última revisión y afortunadamente todo sigue en perfecto estado de revista. No es para ponerse tontín, pero no puedo evitar que se me reblandezca un poco el ánimo, de alegría, pero al fin y al cabo me toca el corazoncito.
Y eso que si hoy he de destacar algo del día, aparte de la buena noticia de estar vivo y sano, es una humorada del lenguaje que me ha tenido entretenido toda la tarde como un imbécil (literal).
Esta mañana mi hechicero favorito al darme la buena nueva de los resultados, me aconseja que me aleje del estrés (muy de agradecer) y que haga ejercicio. Hasta ahí el autor de estas tonterías entiende el mensaje y lo comparte. Hablamos de la conveniencia de unos u otros deportes y convenimos en que ya que las montañas están ahí lo mejor será subirlas. Da gusto tener consejeros de la salud que compartan las aficiones. Pero ¡ay! A continuación me recomienda que no coja peso. De momento no objeto nada. Acabamos la cita, nos despedimos efusivamente quizá víctimas del secuestro emocional típico de las situaciones de euforia y de las prisas que impone el sistema de salud y al salir de la consulta empiezo a rumiar la cuestión. Si yo estoy curado qué diablos me impedirá coger peso. ¿Acaso será por las cicatrices internas?. ¿Me estarán ocultando algo?. Y así toda la dichosa tarde.
Después de mi sesión de logopedia llego a casa y no puedo más. Le espeto a mi galeno doméstico la inquietante pregunta. ¿Por qué demontre no me deja coger peso este hombre si yo estoy bien?.
Parece que mi duda es un tanto inexplicable para mi contertulia y empezamos un estúpido diálogo de besugos en el que se entremezclan argumentos sobre lo saludable que resulta no coger peso, lo bueno que es el ejercicio, preguntas por mi parte que nadie parece comprender, pero todo envuelto en una falta de argumentación lógica para mi que me va preocupando cada vez más. No entiendo nada de lo que me cuentan y cada vez estoy más seguro de que se me oculta alguna razón terrible para no explicarme las cosas con claridad.
Y de repente se hace la luz. No estamos hablando de cargar más o menos bolsas de la compra, ni de que la mochila tenga que ser de supervivencia o para resistir un asedio napoleónico. Estamos hablando de algo mucho más prosaico. Estamos hablando de no engordar.
Y esta estupidez me ha tenido preocupado toda una tarde. Un malentendido fruto de la perversión del lenguaje que tendrá mucha gracia para los filólogos, pero que a mi casi me cuesta el buen humor. Lo peor es que además ahora puedo cargar con las bolsas de la compra. Y nadie me va a llevar la mochila. Y que ya vale de comer lo que me de la gana y hay que controlar la comida.
Y no obstante yo me alegro mucho. Porque supone poner el marchamo final a ese régimen de funcionamiento que llamamos “vida normal”.
Y me pongo un disco que me dio el otro día mi amigo Pedro. Alina, de Arvo Pärt, todo un descubrimiento que nos hacen desde las tierras de Voralberg, región de ese país al que tan buenos ratos debo y que sigue siendo un pozo de sorpresas musicales.
Y me pongo ñoño.
Y miro a mi hija y soy feliz.
Y eso que si hoy he de destacar algo del día, aparte de la buena noticia de estar vivo y sano, es una humorada del lenguaje que me ha tenido entretenido toda la tarde como un imbécil (literal).
Esta mañana mi hechicero favorito al darme la buena nueva de los resultados, me aconseja que me aleje del estrés (muy de agradecer) y que haga ejercicio. Hasta ahí el autor de estas tonterías entiende el mensaje y lo comparte. Hablamos de la conveniencia de unos u otros deportes y convenimos en que ya que las montañas están ahí lo mejor será subirlas. Da gusto tener consejeros de la salud que compartan las aficiones. Pero ¡ay! A continuación me recomienda que no coja peso. De momento no objeto nada. Acabamos la cita, nos despedimos efusivamente quizá víctimas del secuestro emocional típico de las situaciones de euforia y de las prisas que impone el sistema de salud y al salir de la consulta empiezo a rumiar la cuestión. Si yo estoy curado qué diablos me impedirá coger peso. ¿Acaso será por las cicatrices internas?. ¿Me estarán ocultando algo?. Y así toda la dichosa tarde.
Después de mi sesión de logopedia llego a casa y no puedo más. Le espeto a mi galeno doméstico la inquietante pregunta. ¿Por qué demontre no me deja coger peso este hombre si yo estoy bien?.
Parece que mi duda es un tanto inexplicable para mi contertulia y empezamos un estúpido diálogo de besugos en el que se entremezclan argumentos sobre lo saludable que resulta no coger peso, lo bueno que es el ejercicio, preguntas por mi parte que nadie parece comprender, pero todo envuelto en una falta de argumentación lógica para mi que me va preocupando cada vez más. No entiendo nada de lo que me cuentan y cada vez estoy más seguro de que se me oculta alguna razón terrible para no explicarme las cosas con claridad.
Y de repente se hace la luz. No estamos hablando de cargar más o menos bolsas de la compra, ni de que la mochila tenga que ser de supervivencia o para resistir un asedio napoleónico. Estamos hablando de algo mucho más prosaico. Estamos hablando de no engordar.
Y esta estupidez me ha tenido preocupado toda una tarde. Un malentendido fruto de la perversión del lenguaje que tendrá mucha gracia para los filólogos, pero que a mi casi me cuesta el buen humor. Lo peor es que además ahora puedo cargar con las bolsas de la compra. Y nadie me va a llevar la mochila. Y que ya vale de comer lo que me de la gana y hay que controlar la comida.
Y no obstante yo me alegro mucho. Porque supone poner el marchamo final a ese régimen de funcionamiento que llamamos “vida normal”.
Y me pongo un disco que me dio el otro día mi amigo Pedro. Alina, de Arvo Pärt, todo un descubrimiento que nos hacen desde las tierras de Voralberg, región de ese país al que tan buenos ratos debo y que sigue siendo un pozo de sorpresas musicales.
Y me pongo ñoño.
Y miro a mi hija y soy feliz.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)